(Un ensayo sobre la NIC 21)
En el pulso íntimo de toda organización palpita una verdad silenciosa, cada transacción, cada cifra, respira en una lengua propia, una lengua que no se mide en palabras sino en moneda. La moneda funcional, más que una etiqueta contable, es la esencia que refleja la economía real en la que la entidad vive y se mueve. Determinarla no es un acto mecánico, sino un ejercicio de observación lúcida, se busca aquella divisa que mejor capture el flujo natural de ingresos y gastos, la que marca el compás de las operaciones diarias y se convierte, inevitablemente, en la voz financiera de la empresa.
Pero el mundo rara vez se conforma con fronteras fijas, las empresas comercian más allá de sus costas, y al hacerlo, la moneda extranjera entra en escena como un viento distinto que altera el peso de las cifras. Aquí, la NIC 21 enseña a traducir sin traicionar el sentido, al registrar partidas en otra moneda, el tipo de cambio al contado del día de la transacción es la brújula. Sin embargo, en la medida en que los saldos permanezcan, las oscilaciones del mercado generan diferencias de cambio que no pueden ser ignoradas, se convierten en ajustes que, según su naturaleza, pueden golpear con fuerza el resultado del período o reposar silenciosos en el patrimonio.
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