Primera Parte
Silvia en la oscuridad
Capítulo 1: La Celda
No es una imagen; es un dato físico que se le pega a la piel, Silvia lo comprende en el tercer parpadeo, algo vivo exhala con ella, ocupa el mismo aire viciado y vuelve más pesado cada intento de respirar. El cuarto es oscuro, sin grietas, ni ventanas, solo la rendija de la puerta, un hilo de luz que no servía de nada. La cuerda que le muerde las muñecas tiene una textura áspera, pelillos duros que raspan y se quedan en la piel como espinas, y el nudo le presiona los huesos. La humedad es un olor con capas, moho, metal, y encima un dulzor barato, tal vez desinfectante viejo, cada vez que traga saliva, pica.
La primera certeza es corporal, hormigueo en los dedos, un frío mojado en la espalda del vestido —el azul sencillo que eligió sin pensar para una cita cualquiera, ahora parece un uniforme de alguien a quien van a perdonar por caridad o a castigar por costumbre—. La segunda certeza es sonora, un goteo irregular, como si la pared supiera medir el tiempo y decidiera retrasarlo a propósito. La tercera llega desde una radio mal sintonizada, ruido blanco, voz de hombre que entra y se va, publicidad de madrugada, y luego, como si el aparato tosiera y de pronto hablara claro, una frase que no debería existir en ese cuarto:
—Las autoridades continúan las diligencias por la desaparición de S. R… familiares piden…
El nombre no sale completo, la transmisión lo muerde y lo escupe en iniciales, como si la ciudad supiera decir su nombre sin decirlo. El miedo localiza el corazón en un sitio preciso, costillas bajas, golpe seco, entonces escucha otro fragmento:
—… habría estado con un joven identificado como Javier P…
Silvia cierra los ojos y se inclina hacia la franja de luz, como si pudiera recoger palabras del suelo. No ve el aparato, tampoco a la persona que lo manipula. Hay otra respiración, no la de la oscuridad, una respiración humana, más lenta, colocada en algún punto a su derecha; está, no se mueve, la vigila.
—¿Quién…? —la voz le sale áspera, como si hubiera dormido con arena en la garganta.
Silencio, y después, un gesto, apenas un roce de suela contra cemento. La presencia está de pie, quizá apoyada contra la pared, no es grande el cuarto, tres pasos a la puerta, dos al rincón húmedo, uno al borde de una mesa baja que no ve pero sospecha por un olor a madera vieja.
—Tengo frío —dice, y lo dice con el tono del cansancio más que del pedido.
Nada, la radio cruje y cambia de emisora; el ruido blanco se abre como una cortina, deja ver por un segundo una música de saxofón, y otra vez la voz noticiosa, ahora con dicción más clara, ajena a toda urgencia:
—… se esperan declaraciones del entorno laboral…
El aire se espesa. La silueta, en el umbral de lo que imagina que es la puerta —o un rectángulo más oscuro dentro de la oscuridad— da un paso. No distingue el rostro, solo esa vertical inmóvil, alta, recortada contra la nada. Hay un detalle, cuando se mueve, cruje una bota, cuero reseco. El olor que trae no es nuevo pero ahora lo entiende, tabaco frío pegado a tela, y debajo un resto de pegamento, de esos que se usan en talleres, en depósitos, en lugares donde nada es decorativo.
—Por favor… agua —intenta otra vez.
La respuesta llega, y es una voz que parece haber fumado años enteros en habitaciones sin ventanas. Grave, rasposa, con un desgaste que no es teatral:
—No deberías jugar con fuego, Silvia.
La frase no es un dato, es un fósforo que prende una memoria. El cuarto se contrae, la respiración ajena ya no es fondo, está cerca, calibrando su miedo, Silvia apoya la nuca en la pared para no caerse hacia adelante. La cuerda muerde más, no sabe cuánto tiempo ha pasado desde que la luz era natural, mira la franja amarilla, una línea que no pertenece a su vida, y piensa en perder el sentido y quedarse ahí, quieta, como un bulto que ya no estorba. Pero la frase se queda ardiendo, ese ritmo, esa manera de arrastrar la palabra “fuego”, ese modo de caer en la palabra “Silvia” como si la conociera desde antes.
La radio bajó de golpe, quedó en un murmullo, y entonces volvió el goteo, marcando los segundos con paciencia cruel. Silvia prueba el nudo, mueve apenas la muñeca izquierda, busca con la uña un borde que ceda. Nada, la cuerda se clava, el dolor no le concede dramatismo, es una punzada limpia y mecánica. La franja de luz no cambia, el cuarto respira, y entonces, cuando la frase ya es una brasa estable en la cabeza, llega otra corriente de aire…recuerdos.
Capítulo 2: La Palabra Prohibida
