De niño, solía ver a mi padre anotar con paciencia todos sus ingresos y salidas de dinero, lo hacía en un cuaderno sencillo, con la letra firme de alguien que no necesitaba fórmulas para entender el valor del orden, no hablaba mucho del dinero, pero me enseñó —sin decirlo— que el buen manejo de los recursos no era asunto exclusivo de empresas ni bancos, era un acto de responsabilidad cotidiana, una forma de proteger a la familia, de planear sin miedo y de vivir sin sobresaltos.
Aprendí que llevar cuentas no era solo una tarea, era una mirada, y que detrás de cada número había una elección. Las finanzas no son una ciencia exacta, aunque a veces pretendan serlo, no son frías ni abstractas, aunque se vistan de porcentajes y balances. Son el arte —y la carga— de administrar lo limitado frente a lo inmenso, administrar dinero, sí, pero también tiempo, incertidumbre, prioridades y miedos. Son el lenguaje con el que una persona, una empresa o una nación intenta explicarse, ¿qué tengo? ¿qué debo? ¿qué puedo hacer con esto?
Una buena gestión financiera no se nota —se siente, se siente en la estabilidad, en la previsión, en esa rara calma que aparece cuando se ha tomado una decisión difícil… pero correcta. Y cuando se hace mal, también se siente, en las fugas invisibles, en los proyectos que se estancan, en los recursos mal asignados.
En lo técnico, las finanzas se ocupan de inversión, riesgo, crecimiento, liquidez, en lo humano, son estrategias para que los sueños no se desmoronen. Pero más allá de modelos o ratios, las finanzas son una forma de pensar, pensar cómo usar lo que se tiene sin perder lo que se es, pensar con estrategia, pero también con sentido.
Porque el dinero no es un fin, es una herramienta, y quien solo lo ve como cifra, lo pierde como poder. Si hoy por hoy vez me siento frente a una hoja de Excel con la misma seriedad que mi padre frente a su cuaderno, es porque entendí que hacer cuentas no es contar dinero, sino cuidar lo que importa y pensar en el futuro.