Hubo un tiempo, más allá del bullicio de las ciudades y antes de que existieran las grandes corporaciones, en el que el simple acto de intercambiar un saco de trigo por dos cántaros de aceite requería algo más que confianza. Requería memoria, y donde la memoria fallaba, apareció algo mucho más potente, la necesidad de dejar constancia.
Ahí nació, de forma silenciosa y casi inadvertida, la contabilidad.
No surgió como una ciencia exacta ni como un producto del capitalismo moderno, surgió como un acto casi poético del orden: una lucha contra el olvido, en tablillas de barro cocido, en marcas talladas sobre hueso o madera, el ser humano comenzó a escribir el rastro de sus transacciones, quizás sin saber que estaba forjando uno de los lenguajes más poderosos del mundo. Un lenguaje sin adjetivos, pero lleno de consecuencias, uno que no se pronuncia, pero que da forma a las decisiones más trascendentales de nuestra vida económica.