Cuando lo conocí, Yajazelham me pareció un hombre de esos cuya presencia irrumpe, una especie de frontera silenciosa entre uno y el resto del mundo, no era alto ni particularmente imponente, pero su figura tenía la dureza de los hombres que nacen con el peso del trabajo en sus huesos. Su piel morena, curtida por el sol y por años de sacrificio, sus bigotes espesos que no delineaban sonrisa alguna, parecían una máscara de desdén hacia el mundo, lo que más me inquietaba, sin embargo, era su mirada fija, casi calculadora, que no dejaba espacio para la duda, era el tipo de mirada que penetraba más allá de lo visible, como si todo lo que veía le perteneciera.
En ese entonces, yo tenía dos hijos y había cumplido treinta y tres años, una edad que marcaba la frontera entre la juventud y la madurez, el momento en el que las decisiones parecían definitivas y aun recoges ejemplos de otras personas. Yajazelham, en contraste, era un hombre de silencios profundos, de esos que prefieren callar antes que decir algo innecesario. Nacionalizado malasio, de raíces indias, su acento en inglés era peculiar, y a mis oídos sonaba como un eco lejano, una lengua que no me pertenecía pero que él usaba con la seguridad de quien sabe que el lenguaje es solo una herramienta para quienes lo entienden. El día que Philip me lo presentó como el responsable de las operaciones en la mina, jamás imaginé que con el tiempo se convertiría en un buen amigo, casi en un hermano mayor, en un refugio de soledad en un lugar lejano de nuestros hogares.

Yajazelham era un maestro de la maquinaria pesada. Cada excavadora, cada grúa, se convertían en una extensión de su voluntad, en un cuerpo más que se sometía a sus órdenes con la precisión de un cirujano. Yo, que lo observaba desde la distancia, me estremecía al verlo maniobrar, pensaba que una de esas máquinas podría volcarse en cualquier momento, arrastrándolo a un abismo sin retorno, sin embargo, él no temía, no dudaba. La manera en que trabajaba me hacía preguntarme si de alguna forma él entendía que la muerte se convertía en algo tan cercano que, para él, no era más que un fantasma que se esconde tras cada error, un riesgo que valía la pena correr, cuando veía a otro operando mal, no decía nada, solo tomaba la excavadora y lo hacía él mismo, sin preámbulos ni preguntas, confiando en su habilidad, que por alguna razón me parecía invulnerable.
Para los que vivimos lejos de nuestras familias, esos largos períodos sin contacto, con la única compañía de la rutina diaria o la espera de algún mensaje o una llamada, sabemos lo difícil que es, la distancia se convierte en un silencio pesado, en una espera interminable. Yo, al menos, tenía la suerte de volar a Lima algunos fines de semana, de sentir por un par de horas la calidez de mis hijos y la presencia de mi esposa, pero Yajazelham no tenía esa ventaja, su mundo se limitaba al campamento minero, y a la ciudad del sur, un lugar sin más atracción que su plaza de armas y las calles casi desiertas donde el tiempo parecía detenerse. En su soledad, se refugiaba en los casinos y en las casas de citas, buscando algo que tal vez ni él mismo entendía, yo observaba, en silencio, sabiendo que la desesperación se oculta en las formas más insospechadas. Pero Yajazelham nunca hablaba de ello, su vida, como sus acrobacias con la excavadora, eran actos solitarios, un peligro compartido solo con su sombra.
Con el tiempo, Yajazelham fue recogiendo fragmentos de español como quien guarda piedrecillas en los bolsillos: un hola aquí, un gracias allá, a la plaza de armas, ¿cuánto es?, pero en su pragmatismo implacable, también pedía palabras para las sombras de su vida nocturna: “llévame al burdel”, “quiero dos chicas”, yo su hermano menor, le enseñé las frases que solicitaba, más por una mezcla de fascinación y camaradería que por juicio. No es que aprobara ni desaprobara su mundo; simplemente, me encontraba con él, como si formara parte de una obra ya escrita.
Vivíamos juntos en un departamento que era más una cápsula de confort que un hogar. El hotel, el más lujoso de la ciudad, estaba a unos pasos de la plaza de armas, aunque ese lujo parecía un teatro. En las noches, después de jornadas largas de trabajo, salíamos a caminar, Yajazelham, con su andar pesado y su silencio casi ritual, hablaba de la vida como quien cuenta las fichas al borde de una ruleta, fue él quien me introdujo al extraño vértigo de los casinos, a ese encantamiento fugaz que siempre deja tras de sí un eco de pérdida.
Nunca discutimos su devoción al whisky ni la mía al jugo de maracuyá en aquel entonces, era un pacto tácito, una coreografía de respeto que él comprendió sin necesidad de palabras, en las cenas, pedía su whisky con una naturalidad que parecía de película, y para mí, siempre, un jugo. Aun en las distancias de nuestras creencias y costumbres, había una humanidad compartida, un puente invisible que él reforzaba cada vez que, en nuestras caminatas, entregaba monedas a los niños que vendían caramelos o a los ancianos que ofrecían baratijas en las esquinas, una noche, no pude evitar preguntarle por qué lo hacía, y su respuesta quedó tatuada en mi memoria:
—Ronald, gasto tanto en mujeres, en el casino, en comida… ¿cómo podría estar bien conmigo mismo si no compartiera algo con quienes realmente lo necesitan?
No lo dijo como un acto de redención, sino como si fuera la lógica más simple del mundo, un equilibrio que él debía mantener para no desmoronarse.
Trabajamos juntos más de un año, un tiempo que el trabajo parece dilatarse hasta volverse décadas, compartimos largas jornadas, enfrentamos problemas que nos desgastaron en lo laboral, pero que también nos unieron en lo personal, cuando él viajaba al campamento, la soledad me aplastaba, yo, tan torpe para forjar amistades, me quedaba varado en esa ciudad que apenas conocía, en esos momentos, lo extraño era recibir llamadas nocturnas de Yajazelham, quien preguntaba si estaba bien, que jugo había tomado esa noche, dejando escapar un deseo de buena suerte que, viniendo de él, sonaba casi paternal.
Todo trabajo tiene un final, y el nuestro llegó como una hoja que cae después de demasiado viento, decidí que era momento de regresar a Lima, a mi familia, a los brazos pequeños de mis hijos que ya no soportaba extrañar. Él insistió en acompañarme al aeropuerto, lo que no predije es que me acompaño inclusive en el vuelo de retorno a Lima, y allí, en ese escenario de despedidas, lo vi de nuevo: el mismo hombre moreno, de bigotes y mirada grave, pero esta vez sus ojos brillaban con lágrimas que parecían ajenas a su habitual control, cuando el taxi partió, levantó sus brazos en un gesto torpe y desmesurado, y yo sentí el nudo inevitable en la garganta, el vacío en el pecho que dejan las ausencias que importan.
Supe, tiempo después, que había encontrado una novia peruana. Pero también que no abandonó el casino ni las casas de citas, sus pasatiempos inseparables, que alguien había mal interpretado que deje constantemente monedas de cortesía y terminó en una dependencia policial, más tarde regresó a su tierra, donde lo esperaba una familia que nunca mencionaba: su esposa y su hija, quizá era su manera de sobrevivir al aislamiento, orando en las mañanas en un idioma que yo no entendía frente a la foto de ellas, mientras lo observaba en silencio.
Hoy, catorce años después, lo recordé al encontrar una vieja foto, estamos sentados en aquella plaza de armas, él con su semblante eterno de seriedad y yo, a su lado, con una sonrisa que ahora parece ajena, no sé si fue la nostalgia o el deseo de comprender lo que realmente nos unió, quizás, simplemente, fue su humanidad cruda y honesta, esa chispa que, pese a su dureza, logró quedarse conmigo, o quizá, que en mi mundo actual, soy yo el que reparte monedas diarias cuando mi corazón siente que alguien lo necesita.