Literatura

La marea del tiempo

Enrique y Valentina

               Hay vidas que se cruzan como barcos en la noche, fugaces, mudas, dejando apenas una estela que se disuelve en la primera luz del día, y hay otras más escasas, más hondas, que incluso después de haber naufragado en mares distintos, siguen navegando en las aguas interiores de la memoria, ancladas en un puerto que no aparece en ningún mapa, salvo en el alma. La nuestra —la suya y la mía— pertenece sin duda a esa segunda categoría.

No podría señalar el instante exacto en que la conocí, y tal vez eso diga más de su importancia que cualquier precisión. Las cosas que de verdad nos transforman no irrumpen con redobles ni anuncios, se filtran como la niebla del malecón de Miraflores, que se cuela sin permiso y de pronto lo cubre todo, hasta que descubres que ya no puedes, ni deseas regresar a la claridad anterior.

Era joven, inquietantemente joven, como si aún no hubiera aprendido el idioma cruel del tiempo, y hermosa, sí, pero no de esa belleza ruidosa que se agota en sí misma, sino de una belleza contenida, clara, como la del agua antes de ser bebida. Tenía una piel de luz y unos ojos que escapaban a toda nomenclatura, a veces grises, a veces verdes, según la emoción que los habitara. Le decía, en broma y en serio, que sus ojos eran como el mar en días distintos, nunca iguales, cambiaban con su estado de ánimo, siempre infinitos.

Nos fuimos conociendo sin prisa, como si el destino, distraído, nos hubiera cedido un espacio sin vigilia, recuerdo bien la fecha en la que me escribió por primera vez, fue un tres de septiembre de aquel año, si, el año que nos conocíamos, desde entonces hablábamos en las tardes lentas de Lima, entre bebidas que se enfriaban y palabras que se templaban con la caída del sol. Caminábamos por Larco como si lo estuviéramos inaugurando, ella con su risa contenida y ahogada, sus preguntas que incomodaban y fascinaban a la vez, su hambre voraz de vida; yo con mis silencios de siempre, esos que arrastro como herencia o condena, y que a ella, para mi sorpresa, no la espantaban, la intrigaban como si viera en mis grietas un lugar donde quedarse.

El amor llegó sin estallido, fue marea, no oleaje, un rumor creciente que fue llenando los rincones hasta hacerse ineludible. De pronto nos descubrimos compartiendo mesas en bistrós pequeños, con luces cálidas y pan recién horneado, hablándonos sin defensas, con esa entrega que solo se permite quien intuye que está siendo visto y aceptado. Yo le hablaba de los libros que me habían roto, de los silencios que prefería a las respuestas, de los conciertos donde Chopin parecía hablarme más claro que nadie. Ella escuchaba, no porque le interesara la música, sino porque me interesaba a mí, esa fue su forma de amar, estar, acompañar, ser presencia y entregarme todo aquello que no era capaz de entregarle a nadie.

Recuerdo una noche en la playa, una playa cualquiera, cerca de Lima, donde el sol, antes de irse, parecía abrazarlo todo, estábamos sentados, el mar hablaba en voz baja, y ella apoyaba su cabeza en mi hombro como si aquello fuera lo más natural del mundo. Cerré los ojos un momento, solo uno, y pensé… esto es la paz, no el júbilo, no la euforia, solo eso… la paz. Y en esa paz se escondía toda la felicidad que uno puede permitirse sin pecar de exceso.

Fuimos también al teatro, a ver funciones donde uno puede ser otro por un par de horas, a ella no le emocionaba demasiado, pero me tomaba la mano en la oscuridad y eso bastaba. Yo miraba la escena, sí, pero también su perfil a contraluz, sus ojos atentos, el modo en que respiraba cuando algo le conmovía, y me parecía que no había mejor obra que estar allí, con ella, respirando lo mismo.

Pero el amor —como el tiempo— no responde a nuestras súplicas, tiene leyes propias, y aunque fuimos uno por un rato, nuestras diferencias, sutiles al inicio, fueron levantando muros con el tiempo. Yo tenía sombras que ella, en su luz juvenil, no podía entender sin perderse, y ella miraba el horizonte como quien busca una promesa, mientras yo apenas podía mirar hacia adelante sin tropezar con el pasado.

Me despedí como se despiden los que aún aman, sin hacer ruido, con ternura y resignación, fue como cuando uno se despierta de un sueño hermoso y sabe, apenas abre los ojos, que no volverá. No hubo reproches, solo una atmósfera distinta, más densa, más inevitable, y supimos, sin decirlo, que aquello había terminado.

Desde entonces, a veces camino por Miraflores y siento su presencia en las esquinas, en las luces, en el olor del pan de un restaurante que ya no frecuento. No duele, no en el sentido clásico, es una nostalgia mansa, una tristeza educada, recuerdo su voz, su risa, la manera en que pronunciaba ciertas palabras como si las acariciara, me la imagino ahora en su vida, lejos de mí, pero viva en mí, con su risa intacta, su mirada altiva, enamorando sin querer a quien cruce su camino. Y pienso que el mundo, por áspero que sea, no podría quebrarla, porque hay personas que nacen con una armadura invisible, la fe en lo que vendrá.

Yo sigo a mi ritmo, sin prisa, como la conocí, tropiezo, me levanto, me dejo llevar, y a cada tanto, en medio de una canción, de un olor, de una frase mal dicha, regresa ella. no como ausencia, sino como parte de mí, como una forma de recordar que alguna vez fui capaz de amar con claridad, sin trampas, sin miedo.

Nuestras vidas corren paralelas, separadas por una orilla que no se ve pero se siente, ya no hay mensajes nocturnos o a primera hora de la mañana, ni promesas improvisadas, pero en mi corazón, ella sigue allí, como una voz baja que me acompaña cuando el ruido del mundo se apaga, como un eco que no se extingue, y aunque quizás nunca nos volvamos a encontrar —aunque tal vez el tiempo no nos devuelva ni un solo minuto de aquel pasado que nos pertenece—, yo la llevo conmigo. Porque hay amores que no se repiten, que no regresan, solo se transforman en otra cosa, en un murmullo al atardecer, en una mirada ausente, en esa forma silenciosa de entender que el amor en su forma más pura trasciende el tiempo y la distancia, nunca termina del todo, simplemente cambia de nombre, y se queda para siempre.