En honor a Julio Ramón Ribeyro
Dos minutos después de la media noche en Santiago, Javier Mestanza murió en el hospital San Juan de Dios, a las veintidós horas y diez minutos de la noche anterior en Lima, tocó el timbre de mi casa.
No era la primera vez que la vida, o lo que fuera que gobernaba este desorden cósmico, me jugaba una mala pasada, pero esta, sin duda, era la más elaborada, la más perversa. Javier Mestanza, el hombre que había logrado ser insoportable incluso en su ausencia, había decidido regresar, no como un fantasma, ni como una sombra que susurra en los rincones, sino como un error administrativo del universo. Y ahí estaba, en mi puerta, con su sonrisa de vendedor de seguros y su pelo húmedo como en aquellos años de nuestra juventud universitaria en la cuadra 15 del Jr. Washington, era como si acabara de salir de una ducha en lugar de la morgue.
Lo dejé pasar, no porque quisiera, sino porque la curiosidad es una enfermedad peor que la cortesía, y porque, en el fondo, siempre supe que Javier era el tipo de persona que incluso la muerte evitaría por un tiempo, como si fuera un huésped incómodo en un hotel de paso.
—Estás muerto —le dije, sirviéndole un trago del Chivas Regal Ultis, un whisky de cuatro cifras que siempre le negué en vida.
—Tú también lo estarás algún día, y yo no haré tanto escándalo —respondió, con esa voz que siempre parecía estar al borde de una risa burlona.
Se sentó en mi sofá con la comodidad de un hombre que ha hecho las paces con la eternidad, sus manos, pálidas pero intactas, sostenían el vaso con una naturalidad que me irritó. No olía a muerte, no olía a nada que recordara a la descomposición, olía a ese perfume barato que usaba cuando aún era un estorbo entre los vivos, ese que compraba en la farmacia de la esquina y que siempre insistía en que era «igual al de los famosos», muy distinto al de Enny Delgario que siempre hablaba que el verdadero aroma lo encontraba en su “Carolina Herrera”.
—¿Cómo es estar muerto? —pregunté, más por obligación que por interés.
Javier se encogió de hombros, como si la pregunta fuera tan trivial como preguntarle por el clima.
—Caray, no lo sé, solo sé que abrí los ojos y estaba de vuelta, es como cuando te duermes en el cine en el minuto veinte de Interestelar y despiertas dos horas después, ya en otra parte de la película, pero el contexto sigue siendo aburrido.
Bebió de un sorbo el whisky, su presencia me incomodaba no solo por lo inexplicable del asunto, sino porque Javier era la clase de persona que uno prefería ver en fotos antiguas, en los recuerdos brumosos de una juventud irresponsable, era como un mal chiste que no dejaba de repetirse, una nota discordante en una sinfonía que ya de por sí era caótica.
—¿Por qué has venido aquí? —pregunté, sabiendo que la respuesta solo me irritaría más.
—Porque en mi diario de mañana dice que hoy te visito.
Eso me jodió.
—¿Tu diario?
—Sí. Y mañana voy a un funeral, al mío de hecho.
Eso ya era ridículo.
—¿Y piensas asistir?
—Me daría curiosidad ver quién llora y quién se emborracha.
Solté una carcajada, más nerviosa que auténtica, no sabía si me enfrentaba a un fantasma, a un loco, o a una broma con un sentido del humor sádico, Javier siempre había sido las tres cosas a la vez, y ahora, en su muerte, parecía haber perfeccionado el arte de ser insufrible.
Cuando se fue, después de haber agotado mi whisky y mi paciencia, revisé las redes sociales de nuestras amistades en común. Sí, efectivamente, Javier Mestanza había muerto pasadas las diecinueve horas en un hospital de una alejada ciudad al sur de nuestro país, lugar con dos horas de diferencia más que en nuestra ciudad. La noticia estaba ahí, en letras frías y digitales, como si la muerte fuera algo que pudiera reducirse a un posteo bien intencionado.
Al día siguiente, viajé a Santiago para asistir a su funeral, no estaba seguro de qué esperaba encontrar, pero cuando vi el ataúd abierto y el cuerpo dentro, con su traje barato y su cara inexpresiva, entendí que la historia aún no había terminado, porque sentado en la última fila, con sombrero, gafas, los pies en alto y un cigarro entre los labios, estaba Javier Mestanza, observando su propio cadáver con aburrimiento.
Cuando me vio, sonrió, se quitó las gafas y me guiñó un ojo.
Y yo, Roland Pescorane, supe que esto, como todas las cosas importantes, no iba a tener explicación, la vida o lo que fuera que gobernaba esta gota de agua en el gran océano llamado universo, siempre había sido una farsa. Pero Javier, incluso en su muerte, había logrado llevarla al nivel de una tragicomedia absurda, y ahí estaba yo, atrapado en el medio, sin saber si reír, llorar o simplemente servirme otro trago, pensando que a veces los muertos regresan no para asustarnos, sino para recordarnos que seguimos vivos por descuido. Al final, eso era lo único que quedaba, el whisky, la risa nerviosa y la certeza de que, en algún lugar del universo, alguien se estaba riendo de mí, y ese alguien, probablemente, era Javier Mestanza… o quizá tú mismo
