Literatura

Franco

Era un día cualquiera del año 2019, uno de esos días que no prometen grandeza, pero terminan grabándose en la memoria por lo absurdamente cotidianos que resultan. Había ido a visitar a mi papá, y todo marchaba bien hasta que la llanta de la camioneta decidió rendirse. Ahí estaba, pinchada, desinflada, caída en el suelo como un boxeador sin aire, claro, contaba con una llanta de repuesto, pero la verdadera tragedia no era esa, el problema era el gato, ese artefacto mecánico que venía de regalo con la camioneta, un instrumento que, con su nombre engañosamente felino, prometía agilidad, pero entregaba puro sufrimiento.

Ya había lidiado con este artefacto antes en un par de ocasiones que preferiría borrar de mi memoria, sabía que esta vez no sería diferente, ahí estaba yo, parado junto a mi camioneta, contemplando y pensando que tal vez este momento era una metáfora perfecta de mi vida: herramientas insuficientes para resolver problemas inevitables, mientras intentaba descifrar cómo sacar algo útil de ese trozo de metal infame, escuché la voz de Franco: «¡Vecino!»…

Franco era, según los rumores del barrio, un hombre dedicado a la joyería, al menos eso decían las historias que se contaban en la cuadra cuando éramos niños. En aquellos juegos de infancia, se tejía la narrativa de que Franco y mi padre, Ronald, eran los más adinerados del vecindario, los niños, siempre rápidos para medir las fortunas ajenas, lo hacían a través de las apariencias, las casas amplias, las fachadas pulidas y los autos que se estacionaban con cierta soberbia frente a sus puertas.

Pero los años no perdonan ni a las casas ni a las historias, hoy la casa de mis padres poco tiene que ver con aquellos días de esplendor, ha sucumbido a una invasión incesante, casi épica, de hijos más que necesitados, encontraron en ella un refugio cómodo, estratégicamente ubicado en un punto medio entre el norte y el sur de la desbordada Lima. Un sitio amigable, aunque desgastado por el tiempo y la vida que le inyectaron sus habitantes.

Franco, en cambio, era la antítesis de esa decadencia, de rasgos orientales, bajo de estatura y siempre vestido con prendas simples, era un hombre que hacía del contraste su bandera. Su dinero era evidente, pero su sencillez aún más, una de sus mayores extravagancias —si es que podía llamarse así— era su rojo Ford Bronco, un monstruo jurásico que parecía más un dinosaurio metálico que un vehículo, cinco metros de largo, dos de ancho y una altura de 1.90 metros que intimidaba tanto como fascinaba. Su motor de 5,000 cm³ rugía con la fuerza de un animal primitivo, y aunque la camioneta era un derroche de potencia, Franco la manejaba con la tranquilidad de quien no tiene nada que demostrar.

Aquella noche funesta de la llanta averiada, Franco apareció como un espectro amable en el momento más inoportuno, regresaba caminando de algún lugar, como siempre, con sus pasos cortos y firmes, me encontró tirado en el suelo, enfundado en mi traje de sastre, maldiciendo entre dientes a todos los dioses, «¡Vecino!», me gritó desde lejos con una efusividad que casi me hizo sonreír, aunque mi situación no diera para ello, «¡espéreme un momento!», y entonces, con esa agilidad sorprendente que tenía, corrió hasta su casa. No pasó mucho tiempo antes de que reapareciera al volante del gran Ford, esa bestia que parecía vibrar con cada metro que avanzaba, frenó con precisión, bajó una de las pesadas compuertas y sacó una inmensa caja de herramientas que, honestamente, creo que pesaba más que él.

Lo vi agacharse, casi tirarse al suelo como un militar a punto de reptar en medio de un campo de batalla, con movimientos rápidos y precisos, encajó una gata que era un par de veces más robusta que mi herramienta actual, en menos de cinco minutos, la llanta estaba cambiada. Me levanté, sintiéndome algo inútil y profundamente agradecido con él, Franco se sacudió las manos con la destreza de quien lo había hecho mil veces y, antes de irse, me lanzó un consejo: «Vecinito, tiene que comprarse una buena gata, no puede andar tirado en el suelo con esas ropas de trabajo tan elegantes», sus palabras resonaron más de lo que esperaba. Ese consejo, dicho con tanta simpleza y buena intención, fue el que me llevó, un sábado del verano a comprar una nueva gata.

Franco solía atenderse con mi hermana, la odontóloga de la familia, en su consultorio. Su última visita fue hace un par de semanas, la semana pasada, tenía otra cita, pero llamó para cancelarla, estaba resfriado dijo, con esa voz tranquila que siempre lo caracterizaba, pero era más que una gripe. Este último domingo, el primer domingo de septiembre de 2020, nuestro barbón decidió llevárselo consigo, fue rápido, demasiado rápido, Franco tenía COVID, y la enfermedad, implacable como solo puede serlo en estos tiempos, no le dio oportunidad.

Me gusta pensar que ahora está allá arriba, en algún rincón celestial, cambiando las ruedas de un gran vehículo etéreo con la misma destreza que tenía aquí en la tierra, lo imagino también caminando por aquellos parajes nuevos, reconociendo caminos que quizás había visto antes, en algún sueño perdido. Quizás allá las calles son limpias, el aire puro, y los cielos, tan infinitos como su bondad.

Pienso en cómo esta tierra, tan hermosa en su esencia, ha sido convertida por nosotros en un lugar hostil, intoxicado, peligroso, un lugar donde uno se despide antes de tiempo, sin aviso, sin la oportunidad de mirar atrás y despedirse como se merece.

Hasta pronto Franco, esto no es un adiós, es solo un «hasta luego», en algún momento nos volveremos a encontrar, en un camino más limpio, bajo un cielo más vasto y con la certeza de que esta historia, como tantas otras, no termina aquí.

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