Contabilidad, Estados Financieros

Ética contable y cultura en nuestra región

Recuerdo una escena de juventud, cuando trabajaba como asistente contable en una empresa relativamente conocida en el mercado, era un tiempo sin libros electrónicos, en que todo debía imprimirse y empastarse. Vi a los contadores —hombres con oficio y malicia— reimprimir los registros para la auditoría tributaria y luego, como si fuera parte de un ritual secreto, arrastrar los tomos recién empastados por el suelo para darles el aspecto de viejos. “Esto no te lo enseñan en la universidad”, nos dijeron, entre risas de complicidad, aquel gesto me perturbó más de lo que entonces pude entender. No era solo un fraude técnico, era una confesión cultural, una manera de vivir la contabilidad no como el lenguaje de la verdad, sino como un instrumento de acomodo, de sobrevivencia y de engaño.

Años después, ya en mi madurez, trabajé para empresarios singapurenses en una empresa minera. Su relación con la información financiera era otra, severa, rigurosa, casi sagrada. No había espacio para confundir lo personal con lo empresarial, ni para disfrazar la realidad, sus estados financieros eran, en la medida de lo posible, un espejo limpio donde se reflejaban la solvencia y los riesgos. Fue allí donde entendí que la contabilidad no es un oficio neutral, sino un territorio marcado por la cultura.

Porque en nuestra región —en el Perú, en América Latina— la contabilidad está atravesada por la herencia de siglos. Lo explican bien Daron Acemoglu y James Robinson en Por qué fracasan las naciones, cuando narran la apología de las dos Sonoras, una del norte, otra del sur, separadas por la frontera pero hijas de historias distintas. Al norte, las instituciones creadas tras la colonización británica dieron espacio a la inclusión, al respeto de la propiedad y al incentivo para crecer. Al sur, la impronta de la conquista española —con su obsesión por la extracción de riquezas y su indiferencia por el desarrollo local— dejó instituciones extractivas, destinadas a servir a unos pocos, no a la mayoría. Esa diferencia cultural y estructural, dicen los autores, es la que aún marca la desigualdad en el destino de las naciones.

Lo mismo sucede en nuestras empresas, en las medianas y pequeñas, los dueños con frecuencia piden al contador que ingrese gastos ficticios, que maquille cifras, que acomode la realidad a conveniencia. La frase se repite frecuentemente, tanto así que atraviesa oficinas y talleres: “ayúdame con esto, total, nadie se va a dar cuenta”. Y el contador, muchas veces, cede, así, los estados financieros de las mypes rara vez son lo que deberían ser, retratos fidedignos de una situación, instrumentos para tomar decisiones responsables. Más bien, se convierten en piezas decorativas, en informes que ocultan más de lo que revelan.

La culpa no es solo de los empresarios que presionan, sino también de los contadores que aceptan, que se prestan al juego, que confunden lealtad con complicidad. Porque la ética contable no se ejerce en el vacío, se ejerce en un entorno cultural donde aún se celebra la viveza, donde se premia el atajo, donde la verdad importa menos que la apariencia.

La comparación con los singapurenses me sigue rondando, ellos entendían la contabilidad como el corazón mismo de la empresa, no como un obstáculo que había que esquivar. En su visión, la información financiera debía ser real, porque de ella dependían las inversiones, la sostenibilidad, la confianza. Era otro mundo, forjado por otras instituciones, por otra cultura.

Hoy sé que el verdadero desafío de la contabilidad en nuestra región no es técnico, sino ético. No basta con dominar las normas, ni con manejar ratios, se trata de asumir la contabilidad como un acto de responsabilidad social, como un compromiso con la transparencia y con el futuro. Porque falsear un libro contable no es solo un error profesional, es prolongar una herencia histórica de instituciones débiles y extractivas, es negarle a nuestra región la oportunidad de crecer con cimientos firmes.

La contabilidad, en última instancia, es un espejo. Y un espejo sucio, tarde o temprano, termina por quebrarse.