Los recuerdos de mi juventud
Eran los años noventa, una época marcada por rituales tan extraños como necesarios, uno de ellos era esa costumbre casi universal de acudir a una academia para preparar el ingreso a la universidad. Mi padre, con esa mezcla de entusiasmo y autoridad que lo caracterizaba, no dudó en acompañarme, inscribiéndome en una de esas instituciones que prometían un futuro brillante, yo por mi parte, me dejé llevar por la novedad del entorno, recuerdo a los profesores, tenían un humor sencillo, casi entrañable, que hacía que el aprendizaje fuera menos pesado, había chicos que parecían más interesados en practicar el arte de la conquista que en resolver ecuaciones, y chicas que, quizá por curiosidad o por deseo, caían en los brazos de aquellos pequeños casanovas. Pero mi mundo, incluso entonces, era otro, lo mío no era perderme en ecuaciones, miradas furtivas, o la conquista a las jóvenes féminas, lo mío, lo sabía con la certeza de una pasión temprana, era la literatura.

Sin embargo, algo cambió en el segundo mes, o más bien, no cambió, porque para mí se volvió ficticio, irreal, como una representación que no podía tomarse en serio, cometí un delito, caí en pecado, temí caminar por los infiernos que narraba Dante, pero lo hice, era necesario, tomé el dinero que mi padre me entregaba puntualmente para la pensión de la academia y lo dediqué a algo que alimentaba mi alma más que cualquier clase, cada mañana emprendía el nuevo y necesario ritual que se convirtió en el eje de mis días, salía de casa y, en lugar de ir a la academia, me dirigía a Miraflores, evitaba bajar en el paradero Rufino Torrico y dejaba que la línea 104 siguiera su camino por toda la avenida Tacna, Garcilaso de la Vega, Arenales, hasta llegar al óvalo Kennedy y tomar una alegre y necesaria caminata por la avenida Larco. Entonces no existía Larcomar, ni las multitudes de familias, amigos y amantes que hoy ocupan ese lugar para disfrutar de su bullicioso encanto, en su lugar estaba el risco, una pendiente cubierta de vegetación que llevaba directamente al refugio más preciado de mi juventud: la playa.
A mis dieciséis años recién cumplidos, lo que me llenaba no era cumplir con horarios ni memorizar fórmulas, era llegar a esa playa, alquilar un asiento, sentir el peso perfecto de unos audífonos baratos sobre mis oídos y dejar que las notas de Chopin, Schumann, Liszt o Debussy inundaran mi mente. Mientras las olas rompían contra la orilla y el viento jugaba con mi cabello, abría un libro, Styron, Allende, o cualquier bestseller que prometiera llevarme lejos de mi realidad, me acompañaba en esas horas donde el tiempo parecía detenerse.
Fue en esos momentos, bajo el sol suave y la música eterna, cuando comprendí que la verdadera educación no siempre está en las aulas, que la belleza, la dicha, la libertad, a veces están en lo más sencillo, en un libro, en una melodía, en una caminata, en el mar que se extiende hasta el infinito.
Esas historias, tan ficticias como profundas, me dieron una paz que dudo haber encontrado de otra manera, aquellos días entre páginas y melodías moldearon algo en mí, enseñándome a mirar la vida con otros ojos, a tomar las cosas con una serenidad que, en retrospectiva, siento que me salvó. Claro, no soy ajeno a mis propias sombras; sé que en algún momento de mi imperfecta existencia actué como un idiota y perdí lo que soy con alguien a quien amaba profundamente, ese episodio oscuro sigue siendo un eco de tormento que a veces me acompaña, pero también sé que, más allá de aquel error, en la mayoría de los caminos elegí con el corazón, tratando de actuar de manera correcta.
Hoy, mi vida está lejos de aquellas mañanas en la playa, las responsabilidades y el tiempo me han arrancado la voracidad lectora de antes, pero no han apagado el deseo. Me gustaría volver allí, a ese rincón junto al mar, con los audífonos de última generación que compre gracias a la recomendación de mi hija de diecinueve años, poner «Un Sospiro» de Liszt, «Berceuse» de Chopin, abrir por décima vez «Bajo el sol de Kenia” de Barbara Wood y regalarme, aunque sea por un instante, ese momento de paz que mi alma parece seguir buscando. Quizá, solo quizá, entre las notas musicales y las palabras, pueda reencontrarme con esa versión de mí que todavía sabía cómo escuchar el mundo en silencio.