A mi padre, días antes de su partida
La muerte, para muchos, es un visitante inesperado, un ladrón que irrumpe sin previo aviso, arrancando de raíz lo que parecía eterno, para mí no es eso, no la veo como una sombra que acecha ni como una tragedia que se cierne sobre el vivir, para mí la muerte es una certeza serena, una presencia constante que danza a la par del latido, inevitable como el amanecer, tan natural como el ocaso.
Sin embargo, hay momentos en los que su proximidad se siente diferente, más pesada, como si su aliento tibio rozara los días, mi padre, ese hombre que fue y sigue siendo mi norte, el cimiento sobre el que mi familia construyó su mundo, se encuentra en esa frágil línea entre este mundo y el otro, si es que existe realmente como nuestras creencias nos enseñaron. Saber que su partida es inevitable no es una epifanía ni un golpe repentino, es más bien una marea que se eleva lentamente, una ola que he aprendido a observar con el corazón dividido entre el pesar y la gratitud.
Lo observo en silencio, sin pretender llenar los vacíos con palabras que ahora sobran. Su presencia, aunque callada, sigue siendo inmensa, su rostro, sereno a pesar de la fragilidad, nos habla sin sonidos: es la memoria la que me susurra, la que nos recuerda los días en que su seriedad y firmeza era el centro de todo, los momentos en que su fuerza parecía inquebrantable, las noches en las que su consejo era un faro para mi alma.
Y mientras lo acompaño en este tramo final, no puedo evitar pensar en lo inevitable: en el día en que yo también cruce esa línea, porque llegará, como llega para todos, pero no temo ese momento, sé que cuando me toque, me iré con la misma serenidad que quiero para él, me iré lleno de los recuerdos de una vida vivida con plenitud, con la certeza de haber amado y sido amado.
Cuando cruce esa línea, no habrá tristeza en mis ojos, llevaré conmigo los rostros de quienes amé, las lecciones de quienes me guiaron, las manos que me sostuvieron y las que sostuve, seré como una hoja que cae del árbol no con pesar, sino con la certeza de que pronto será parte del suelo que alimenta nuevas raíces.
Aceptar la muerte no es rendirse, es abrazar la totalidad del viaje, porque la vida no es eterna, pero el amor que dejamos en los demás lo es, y al cruzar ese umbral, no sentiré que algo termina, sino que todo regresa al lugar del que siempre fue parte, y en ese retorno, abrazaré el infinito, encontraré a mi padre, no como un recuerdo, sino como un eco que jamás se apagó y estaré en paz.