Literatura

El álbum invisible

Tales y Talita

Hay días en los que el silencio pesa más que el ruido del mundo, días en los que el tiempo no avanza, solo se queda ahí, detenido en los bordes de una escena que no necesita fotografía para ser eterna, mi hijo al piano, sus dedos firmes y sensibles tocando una pieza, mientras yo lo observo desde el fondo de la sala, sintiendo que algo dentro de mí se quiebra de ternura, o mi hija, cuando era pequeña, dibujando con una precisión que parecía heredada, como si de mí hubiese tomado no solo los gestos, sino también esa necesidad de traducir el mundo en líneas y formas.

Mis hijos mayores fueron mi primer amor real, no el romántico, ni el idealizado, sino el amor que transforma, que sacude, que te hace quedarte despierto cuando ya no hay fuerzas, el amor que te obliga a ser mejor aunque falles. Ellos, sin saberlo, me enseñaron a ser padre, y a veces, cuando la noche cae, me pregunto si alguna vez fui suficiente para ellos.

Me separé de su madre cuando ellos tenían doce y nueve años, mis mellizas, sus hermanas menores, apenas superaban el año de vida. Sí, me fui de la casa, del hogar, mi partida no fue heroica ni cobarde, fue simplemente humana, una separación que estalló como suelen estallar las cosas que ya no se sostienen, con más ruido del necesario y demasiados fragmentos en el aire, y aunque intenté estar presente desde el primer día, nunca fue lo mismo. Los llevaba a mi departamento interdiario, los sacaba a pasear, jugábamos, reíamos, pero no dormían siempre a mi lado, no despertaban con mi voz, yo no estaba ahí cuando tenían fiebre a las dos de la mañana o cuando necesitaban un abrazo sin razón a las cinco de la tarde. Fui un padre cercano… pero no constante, y eso, aunque el tiempo haya pasado, me sigue doliendo como una deuda sin fin.

Pero también debo decir que el tiempo, aunque no borra, sí suaviza. Hoy, ya no hay batallas con su madre, las heridas se han vuelto historia, y la historia, convivencia. He cocinado más de una vez en su casa, hemos almorzado todos juntos, he llevado desayunos y nos hemos sentado a compartir el pan con una paz tan frágil como sagrada. Y en esos momentos, con ellos y su madre, he sido infinitamente feliz, el motivo, vi felicidad en sus rostros.

Aun así, hay una tristeza pequeña que persiste, una de esas que no se ve, pero siempre está. No tengo fotos con ellos, no muchas, no las suficientes, nunca les gustó tomarse fotos conmigo, al principio creí que era casualidad. Luego entendí que quizás me lo gané, que tal vez hay gestos que no se piden cuando una parte de ti aún guarda silencio por cosas que no se dijeron. A veces quisiera tener esas imágenes en mis manos, pero solo me quedan los recuerdos mentales, un álbum invisible, hecho de escenas que se guardan en la memoria, de melodías al piano, de dibujos de infancia, de gestos compartidos que nunca posaron para la cámara, pero que jamás se borran del alma.

Hoy, ellos ya no son niños, él, a punto de cumplir 23 años, acaba de terminar la universidad con una brillantez que me deja sin palabras, ella con solo 20, está en cuarto año de Medicina, es inteligente, dedicada, fuerte, sé que sacaron el arte de mí y la inteligencia desbordante de su madre. Ambos tienen un futuro inmenso, no por estudiar en exitosas universidades del país, sino porque tienen ese temperamento y vivacidad necesaria para ser exitosos, y yo… los miro de lejos a veces, con orgullo, sí, pero también con una nostalgia difícil de explicar.

Con mis hijas menores, la vida me ha dado una segunda oportunidad, las llevo al colegio, cocino para ellas y almuerzo con ellas muy seguido, compartimos buenos momentos. Estoy en su día a día, y eso me ha enseñado lo que no tuve con los mayores, por eso, quizás, a ellos los extraño con más fuerza. Porque sé lo que es estar, y también sé lo que es no haber podido.

Y sin embargo, seguimos, nos llamamos, nos vemos, a veces cocino para ellos y vienen a casa, otras veces yo voy y simplemente dejo su almuerzo, sé que me quieren, sé que hay cariño. Pero también hay capas que no desaparecen, y yo las respeto, porque ser padre también es eso, aceptar las consecuencias sin exigir redenciones.

He aprendido que el amor no siempre se manifiesta como uno quisiera, a veces no son abrazos, ni palabras, ni fotos, a veces es simplemente esperar, persistir, estar disponible sin invadir. Amar, verdaderamente amar, es seguir ahí, aunque no seas el protagonista, aunque no te llamen como antes, aunque tu lugar esté un poco más al margen, pero seguir, porque sabes que tu presencia, aunque silenciosa, aún importa.

Si algún día me preguntaran qué es la paternidad, diría que es un acto de fe, fe en que el amor sembrado, aunque a veces no se vea, florece en la intimidad del alma, fe en que los momentos compartidos —aunque a veces fugaces— dejan huellas, fe en que, aunque uno no haya estado todas las noches, el corazón supo estar.

Hoy, desde este presente de rutinas nuevas y nostalgias viejas, solo puedo dar gracias, gracias por cada risa que aún compartimos, por cada mensaje que llega, por cada almuerzo que aceptan sin saber que es mi forma de decir «aún estoy aquí», porque sí, la paternidad es una deuda sin fin, pero también es una carta de amor que se escribe todos los días, aun cuando ya no haya papel ni tinta, ni tiempo.

Y cuando yo ya no esté —cuando solo quede mi nombre en alguna foto descolorida o en algún recuerdo que los visite en medio de la noche—, espero que ellos puedan decir, sin titubear:

«Papá no fue perfecto. Pero fue nuestro. Y nos amó como supo. Hasta el final.»

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