Literatura

Escuchar el mundo en silencio

Los recuerdos de mi juventud

Eran los años noventa, una época marcada por rituales tan extraños como necesarios, uno de ellos era esa costumbre casi universal de acudir a una academia para preparar el ingreso a la universidad. Mi padre, con esa mezcla de entusiasmo y autoridad que lo caracterizaba, no dudó en acompañarme, inscribiéndome en una de esas instituciones que prometían un futuro brillante, yo por mi parte, me dejé llevar por la novedad del entorno, recuerdo a los profesores, tenían un humor sencillo, casi entrañable, que hacía que el aprendizaje fuera menos pesado, había chicos que parecían más interesados en practicar el arte de la conquista que en resolver ecuaciones, y chicas que, quizá por curiosidad o por deseo, caían en los brazos de aquellos pequeños casanovas. Pero mi mundo, incluso entonces, era otro, lo mío no era perderme en ecuaciones, miradas furtivas, o la conquista a las jóvenes féminas, lo mío, lo sabía con la certeza de una pasión temprana, era la literatura.

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Literatura

Franco

Era un día cualquiera del año 2019, uno de esos días que no prometen grandeza, pero terminan grabándose en la memoria por lo absurdamente cotidianos que resultan. Había ido a visitar a mi papá, y todo marchaba bien hasta que la llanta de la camioneta decidió rendirse. Ahí estaba, pinchada, desinflada, caída en el suelo como un boxeador sin aire, claro, contaba con una llanta de repuesto, pero la verdadera tragedia no era esa, el problema era el gato, ese artefacto mecánico que venía de regalo con la camioneta, un instrumento que, con su nombre engañosamente felino, prometía agilidad, pero entregaba puro sufrimiento.

Ya había lidiado con este artefacto antes en un par de ocasiones que preferiría borrar de mi memoria, sabía que esta vez no sería diferente, ahí estaba yo, parado junto a mi camioneta, contemplando y pensando que tal vez este momento era una metáfora perfecta de mi vida: herramientas insuficientes para resolver problemas inevitables, mientras intentaba descifrar cómo sacar algo útil de ese trozo de metal infame, escuché la voz de Franco: «¡Vecino!»…

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Literatura

Monedas para el alma, entre el silencio y la rendención

Cuando lo conocí, Yajazelham me pareció un hombre de esos cuya presencia irrumpe, una especie de frontera silenciosa entre uno y el resto del mundo, no era alto ni particularmente imponente, pero su figura tenía la dureza de los hombres que nacen con el peso del trabajo en sus huesos. Su piel morena, curtida por el sol y por años de sacrificio, sus bigotes espesos que no delineaban sonrisa alguna, parecían una máscara de desdén hacia el mundo, lo que más me inquietaba, sin embargo, era su mirada fija, casi calculadora, que no dejaba espacio para la duda, era el tipo de mirada que penetraba más allá de lo visible, como si todo lo que veía le perteneciera.

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Literatura

Entre dos fronteras

A mi padre, días antes de su partida

La muerte, para muchos, es un visitante inesperado, un ladrón que irrumpe sin previo aviso, arrancando de raíz lo que parecía eterno, para mí no es eso, no la veo como una sombra que acecha ni como una tragedia que se cierne sobre el vivir, para mí la muerte es una certeza serena, una presencia constante que danza a la par del latido, inevitable como el amanecer, tan natural como el ocaso.

Sin embargo, hay momentos en los que su proximidad se siente diferente, más pesada, como si su aliento tibio rozara los días, mi padre, ese hombre que fue y sigue siendo mi norte, el cimiento sobre el que mi familia construyó su mundo, se encuentra en esa frágil línea entre este mundo y el otro, si es que existe realmente como nuestras creencias nos enseñaron. Saber que su partida es inevitable no es una epifanía ni un golpe repentino, es más bien una marea que se eleva lentamente, una ola que he aprendido a observar con el corazón dividido entre el pesar y la gratitud.

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Literatura

Entre el rechazo y la fe

Valentina

Cuando uno trabaja en una revista cultural, aprende rápido que la cultura es en el mejor de los casos, un chiste contado por gente que se cree demasiado importante para reírse, mi trabajo consistía en rechazar manuscritos con la precisión de un cirujano sin licencia, pero con el talento de un verdugo, descubrí que la clave del éxito era escribir cartas de rechazo tan diplomáticas que los autores se sintieran honrados de haber sido despreciados, era como darles una medalla por participar, pero en lugar de medallas, les entregaba migajas de su propia dignidad.

Fue en este oficio de ajusticiamiento literario que conocí a Valentina, era cristiana, pero no de las que rezan bajito y reparten estampitas, no, era del tipo que podía citar la Biblia y, minutos después soltar una sarta de lisuras si te lo merecías o no, mirándote fijamente con sus ojos claros, no fumaba ni bebía, pero su boca era un campo de batalla donde la fe y el más puro desenfado lingüístico peleaban a muerte.

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