En honor a Julio Ramón Ribeyro
Dos minutos después de la media noche en Santiago, Javier Mestanza murió en el hospital San Juan de Dios, a las veintidós horas y diez minutos de la noche anterior en Lima, tocó el timbre de mi casa.
No era la primera vez que la vida, o lo que fuera que gobernaba este desorden cósmico, me jugaba una mala pasada, pero esta, sin duda, era la más elaborada, la más perversa. Javier Mestanza, el hombre que había logrado ser insoportable incluso en su ausencia, había decidido regresar, no como un fantasma, ni como una sombra que susurra en los rincones, sino como un error administrativo del universo. Y ahí estaba, en mi puerta, con su sonrisa de vendedor de seguros y su pelo húmedo como en aquellos años de nuestra juventud universitaria en la cuadra 15 del Jr. Washington, era como si acabara de salir de una ducha en lugar de la morgue.
Lo dejé pasar, no porque quisiera, sino porque la curiosidad es una enfermedad peor que la cortesía, y porque, en el fondo, siempre supe que Javier era el tipo de persona que incluso la muerte evitaría por un tiempo, como si fuera un huésped incómodo en un hotel de paso.
—Estás muerto —le dije, sirviéndole un trago del Chivas Regal Ultis, un whisky de cuatro cifras que siempre le negué en vida.
—Tú también lo estarás algún día, y yo no haré tanto escándalo —respondió, con esa voz que siempre parecía estar al borde de una risa burlona.
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