Literatura

La hora que nunca existió

En honor a Julio Ramón Ribeyro

Dos minutos después de la media noche en Santiago, Javier Mestanza murió en el hospital San Juan de Dios, a las veintidós horas y diez minutos de la noche anterior en Lima, tocó el timbre de mi casa.

No era la primera vez que la vida, o lo que fuera que gobernaba este desorden cósmico, me jugaba una mala pasada, pero esta, sin duda, era la más elaborada, la más perversa. Javier Mestanza, el hombre que había logrado ser insoportable incluso en su ausencia, había decidido regresar, no como un fantasma, ni como una sombra que susurra en los rincones, sino como un error administrativo del universo. Y ahí estaba, en mi puerta, con su sonrisa de vendedor de seguros y su pelo húmedo como en aquellos años de nuestra juventud universitaria en la cuadra 15 del Jr. Washington, era como si acabara de salir de una ducha en lugar de la morgue.

Lo dejé pasar, no porque quisiera, sino porque la curiosidad es una enfermedad peor que la cortesía, y porque, en el fondo, siempre supe que Javier era el tipo de persona que incluso la muerte evitaría por un tiempo, como si fuera un huésped incómodo en un hotel de paso.

—Estás muerto —le dije, sirviéndole un trago del Chivas Regal Ultis, un whisky de cuatro cifras que siempre le negué en vida.

—Tú también lo estarás algún día, y yo no haré tanto escándalo —respondió, con esa voz que siempre parecía estar al borde de una risa burlona.

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Aquel sábado de octubre

Era 1997 y yo tenía diecinueve años, la universidad era un desfile de exámenes, libros contables y tardes desperdiciadas en la biblioteca donde hablábamos de todo menos de números. A veces pienso que nunca fui realmente estudiante de contabilidad, sino un lector extraviado entre columnas de cifras. Mi padre me había regalado un libro de economía ese año —un tomo grueso, de letras diminutas— con la esperanza de que me volviera más “práctico”, lo hojeé un par de veces y luego lo abandoné, como se abandonan los propósitos ajenos. Años después, al recordarlo empolvado en la repisa, comprendí que ese libro representaba exactamente lo que fui entonces, una promesa que nadie esperaba que se cumpliera.

Gabriela iba y venía en mi vida como las estaciones que Lima nunca tuvo, nos queríamos con esa torpeza de los amores jóvenes, donde cada ruptura parecía definitiva y cada regreso, un milagro. Era un tiempo en que aún creía que el amor podía salvarme, aunque no supiera de qué.

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Voces en la Niebla

Primera Parte
Silvia en la oscuridad
Capítulo 1: La Celda

No es una imagen; es un dato físico que se le pega a la piel, Silvia lo comprende en el tercer parpadeo, algo vivo exhala con ella, ocupa el mismo aire viciado y vuelve más pesado cada intento de respirar. El cuarto es oscuro, sin grietas, ni ventanas, solo la rendija de la puerta, un hilo de luz que no servía de nada. La cuerda que le muerde las muñecas tiene una textura áspera, pelillos duros que raspan y se quedan en la piel como espinas, y el nudo le presiona los huesos. La humedad es un olor con capas, moho, metal, y encima un dulzor barato, tal vez desinfectante viejo, cada vez que traga saliva, pica.

La primera certeza es corporal, hormigueo en los dedos, un frío mojado en la espalda del vestido —el azul sencillo que eligió sin pensar para una cita cualquiera, ahora parece un uniforme de alguien a quien van a perdonar por caridad o a castigar por costumbre—. La segunda certeza es sonora, un goteo irregular, como si la pared supiera medir el tiempo y decidiera retrasarlo a propósito. La tercera llega desde una radio mal sintonizada, ruido blanco, voz de hombre que entra y se va, publicidad de madrugada, y luego, como si el aparato tosiera y de pronto hablara claro, una frase que no debería existir en ese cuarto:

—Las autoridades continúan las diligencias por la desaparición de S. R… familiares piden…

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Back to black

La otra historia

Había yo perdido el sueño pasada la medianoche, y lo que podría haber sido una de esas vigilias sin rostro, pobladas de silencios triviales y respiraciones pesadas, se transformó de pronto en un descenso a un abismo inesperado, una voz —esa voz quebrada y sublime— se filtró en mis redes, y en cuestión de segundos me encontré en YouTube, con el pequeño parlante de mi hija Kourtney en las manos, un objeto inocuo que pronto se volvió instrumento de revelación. La voz de Amy Winehouse irrumpió en la soledad de la habitación como una aparición espectral, y la música, en lugar de distraer mi insomnio, lo convirtió en un ritual lacerante.

Ella cantaba Back to Black, y cada estribillo —I died a hundred times— no era una metáfora, sino un acta de defunción escrita con tinta invisible. Mientras la escuchaba, pensé en mis veintisiete años, yo sin trabajo seguro, con mis dos hijos mayores que alimentar, con la pesadez vulgar de un hombre que sólo conocía la derrota callada. Ninguna eternidad me aguardaba, ningún escenario, ningún premio, sólo el cansancio cotidiano, y sin embargo, Amy, a esa misma edad, ya había arrancado su lugar en la memoria del mundo, ya había inscrito su nombre con un fulgor que a mí me era inconcebible. Y comprendí, que esa diferencia no era victoria suya ni derrota mía, sino el precio desmedido de existir de formas distintas, yo condenado a sobrevivir en la penumbra y ella condenada a consumirse en el resplandor.

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Escuchar el mundo en silencio

Los recuerdos de mi juventud

Eran los años noventa, una época marcada por rituales tan extraños como necesarios, uno de ellos era esa costumbre casi universal de acudir a una academia para preparar el ingreso a la universidad. Mi padre, con esa mezcla de entusiasmo y autoridad que lo caracterizaba, no dudó en acompañarme, inscribiéndome en una de esas instituciones que prometían un futuro brillante, yo por mi parte, me dejé llevar por la novedad del entorno, recuerdo a los profesores, tenían un humor sencillo, casi entrañable, que hacía que el aprendizaje fuera menos pesado, había chicos que parecían más interesados en practicar el arte de la conquista que en resolver ecuaciones, y chicas que, quizá por curiosidad o por deseo, caían en los brazos de aquellos pequeños casanovas. Pero mi mundo, incluso entonces, era otro, lo mío no era perderme en ecuaciones, miradas furtivas, o la conquista a las jóvenes féminas, lo mío, lo sabía con la certeza de una pasión temprana, era la literatura.

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El amor en los tiempos de las flores marchitas

Amalia visitando a Andrea, Vico y mi Zamba

Ayer volví al Camposanto, nunca es igual, y sin embargo siempre es el mismo nudo en la garganta que se desata cuando uno atraviesa esas puertas altas, como si al cruzarlas dejáramos, por un instante, la lógica del mundo de los vivos para entrar a un territorio donde el tiempo es distinto, no se detiene, solo se vuelve blando, como el aire caliente antes de sentir emociones intensas.

Acompañaba a mi madre, visitaba a su hermana, a sus dos mamás —algún día escribiré de ellas—, a esas mujeres con las que compartió la infancia, su juventud, los secretos, los silencios. Había una fila de autos para entrar, como si estuviéramos esperando una función de teatro o el ingreso a una fiesta popular, fueron casi treinta minutos de espera, pero nadie tocaba el claxon, nadie se impacientaba, era un tráfico distinto, silencioso, paciente, casi resignado, como si todos supiéramos que lo que nos esperaba adentro no podía apresurarse, que el dolor —y la memoria— tienen su propio ritmo.

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Berceuse

Yo debía estar en la academia, era la mañana, y el deber me pedía números, fórmulas, preparación para un examen de ingreso. Pero tenía dieciséis años, y a esa edad el deber pesa menos que los deseos, yo prefería la playa, una novela en las manos, el sonido del mar, la sensación de estar fuera del mundo.

Mi ruta hacia esos escapes era la avenida Larco, allí, entre cines y cafés, estaba esa tienda que parecía un templo, su nombre… La Discoteca, sus vitrinas exhibían vinilos y cassettes como tesoros inalcanzables para mi menguada economía. No era un lujo que pudiera darme, hace más de treinta años, la mensualidad que mi padre me entregaba para la academia era apenas suficiente, y sin embargo, aquella mañana decidí que la música valía más que cualquier clase.

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Monedas para el alma, entre el silencio y la rendención

Cuando lo conocí, Yajazelham me pareció un hombre de esos cuya presencia irrumpe, una especie de frontera silenciosa entre uno y el resto del mundo, no era alto ni particularmente imponente, pero su figura tenía la dureza de los hombres que nacen con el peso del trabajo en sus huesos. Su piel morena, curtida por el sol y por años de sacrificio, sus bigotes espesos que no delineaban sonrisa alguna, parecían una máscara de desdén hacia el mundo, lo que más me inquietaba, sin embargo, era su mirada fija, casi calculadora, que no dejaba espacio para la duda, era el tipo de mirada que penetraba más allá de lo visible, como si todo lo que veía le perteneciera.

En ese entonces, yo tenía dos hijos y había cumplido treinta y tres años, una edad que marcaba la frontera entre la juventud y la madurez, el momento en el que las decisiones parecían definitivas y aun recoges ejemplos de otras personas. Yajazelham, en contraste, era un hombre de silencios profundos, de esos que prefieren callar antes que decir algo innecesario. Nacionalizado malasio, de raíces indias, su acento en inglés era peculiar, y a mis oídos sonaba como un eco lejano, una lengua que no me pertenecía pero que él usaba con la seguridad de quien sabe que el lenguaje es solo una herramienta para quienes lo entienden. El día que Philip me lo presentó como el responsable de las operaciones en la mina, jamás imaginé que con el tiempo se convertiría en un buen amigo, casi en un hermano mayor, en un refugio de soledad en un lugar lejano de nuestros hogares.

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El álbum invisible

Tales y Talita

Hay días en los que el silencio pesa más que el ruido del mundo, días en los que el tiempo no avanza, solo se queda ahí, detenido en los bordes de una escena que no necesita fotografía para ser eterna, mi hijo al piano, sus dedos firmes y sensibles tocando una pieza, mientras yo lo observo desde el fondo de la sala, sintiendo que algo dentro de mí se quiebra de ternura, o mi hija, cuando era pequeña, dibujando con una precisión que parecía heredada, como si de mí hubiese tomado no solo los gestos, sino también esa necesidad de traducir el mundo en líneas y formas.

Mis hijos mayores fueron mi primer amor real, no el romántico, ni el idealizado, sino el amor que transforma, que sacude, que te hace quedarte despierto cuando ya no hay fuerzas, el amor que te obliga a ser mejor aunque falles. Ellos, sin saberlo, me enseñaron a ser padre, y a veces, cuando la noche cae, me pregunto si alguna vez fui suficiente para ellos.

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Entre dos fronteras

A mi padre, días antes de su partida

La muerte, para muchos, es un visitante inesperado, un ladrón que irrumpe sin previo aviso, arrancando de raíz lo que parecía eterno, para mí no es eso, no la veo como una sombra que acecha ni como una tragedia que se cierne sobre el vivir, para mí la muerte es una certeza serena, una presencia constante que danza a la par del latido, inevitable como el amanecer, tan natural como el ocaso.

Sin embargo, hay momentos en los que su proximidad se siente diferente, más pesada, como si su aliento tibio rozara los días, mi padre, ese hombre que fue y sigue siendo mi norte, el cimiento sobre el que mi familia construyó su mundo, se encuentra en esa frágil línea entre este mundo y el otro, si es que existe realmente como nuestras creencias nos enseñaron. Saber que su partida es inevitable no es una epifanía ni un golpe repentino, es más bien una marea que se eleva lentamente, una ola que he aprendido a observar con el corazón dividido entre el pesar y la gratitud.

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