Era 1997 y yo tenía diecinueve años, la universidad era un desfile de exámenes, libros contables y tardes desperdiciadas en la biblioteca donde hablábamos de todo menos de números. A veces pienso que nunca fui realmente estudiante de contabilidad, sino un lector extraviado entre columnas de cifras. Mi padre me había regalado un libro de economía ese año —un tomo grueso, de letras diminutas— con la esperanza de que me volviera más “práctico”, lo hojeé un par de veces y luego lo abandoné, como se abandonan los propósitos ajenos. Años después, al recordarlo empolvado en la repisa, comprendí que ese libro representaba exactamente lo que fui entonces, una promesa que nadie esperaba que se cumpliera.
Gabriela iba y venía en mi vida como las estaciones que Lima nunca tuvo, nos queríamos con esa torpeza de los amores jóvenes, donde cada ruptura parecía definitiva y cada regreso, un milagro. Era un tiempo en que aún creía que el amor podía salvarme, aunque no supiera de qué.
Recuerdo especialmente una noche de octubre, el cumpleaños de Puchi, una de mis primeras amigas en la universidad. Ese día Perú perdió contra Chile, cuatro a cero, y con el marcador se desmoronó también mi fe en las victorias posibles. La reunión terminó pasada la medianoche, los amigos se dispersaron, y yo quedé allí, entre botellas vacías y música que se apagaba. El padre de Puchi, un hombre enorme, apareció en la sala con las sombras del insomnio marcadas en los ojos, me preguntó qué hacía aún allí, y aunque no recuerdo sus palabras exactas, sí recuerdo su tono como si hubiese sorprendido a un ladrón de confianza, me echó sin ceremonia, y salí a la calle con más vergüenza que miedo.
Eran la una y media de la madrugada, no tenía dinero para un taxi, ni teléfono, ni a quién acudir. Lima, a esas horas, era un territorio incierto, una ciudad detenida entre el sueño y la amenaza. Caminé sin rumbo, tratando de orientarme por las luces dispersas de los postes, y por momentos sentí que la noche se estrechaba sobre mí, como si todo el cielo hubiese decidido caer en silencio.
Avancé durante horas, cruzando avenidas desiertas, oyendo el rumor lejano de algún motor, el ladrido aislado de un perro. Pensaba en mi padre, en su rostro severo si llegaba a enterarse, había miedo, sí, pero también una extraña claridad, la certeza de que estaba solo, realmente solo por primera vez. Y en esa soledad primitiva, en esa vulnerabilidad absoluta, empecé a pensar no en cómo regresar, sino en quién era yo cuando no quedaba nadie más que mí mismo para acompañarme.
El amanecer me encontró exhausto, apoyado en una pared cualquiera, el cielo se abría paso con la timidez de un perdón, y por primera vez esa madrugada sentí alivio. Cuando el primer bus de la línea 48 pasó en aquella cuadra de la avenida La Marina, levanté la mano y subí sin pensar, no tenía fuerzas ni para sentir vergüenza, solo observé a través del vidrio empañado, cómo la ciudad despertaba lentamente, indiferente a mi pequeño naufragio.
Con los años comprendí que aquella noche no fue una anécdota, sino el comienzo de algo que nunca terminó del todo. No fue madurez lo que encontré en esas calles, sino una forma de lucidez triste, esa que se instala cuando uno comprende que crecer no es volverse fuerte, sino aprender a convivir con el miedo. Supe entonces que la pobreza no era solo la falta de dinero, sino la ausencia de un refugio donde el alma pudiera descansar.
Desde entonces, cuando la vida me hiere o me confunde, camino, camino porque es la única oración que conozco. Las calles cambian, el cuerpo envejece, pero algo en mí sigue siendo aquel muchacho de diecinueve años que deambulaba entre sombras esperando el amanecer.
A veces, mientras avanzo por avenidas silenciosas, siento que lo busco —que busco a ese joven asustado que fui, para decirle que sobrevivimos, que el miedo no nos devoró por completo. Y aunque no siempre lo encuentro, sigo andando, porque en el fondo sé que solo en ese andar me reconcilio conmigo mismo.
Hay noches que no terminan nunca; se quedan dentro, como heridas que laten en silencio. Pero también he aprendido que, si se camina el tiempo suficiente, el dolor se aquieta, y la soledad —esa vieja enemiga— se convierte en algo parecido a la paz.
