La otra historia
Había yo perdido el sueño pasada la medianoche, y lo que podría haber sido una de esas vigilias sin rostro, pobladas de silencios triviales y respiraciones pesadas, se transformó de pronto en un descenso a un abismo inesperado, una voz —esa voz quebrada y sublime— se filtró en mis redes, y en cuestión de segundos me encontré en YouTube, con el pequeño parlante de mi hija Kourtney en las manos, un objeto inocuo que pronto se volvió instrumento de revelación. La voz de Amy Winehouse irrumpió en la soledad de la habitación como una aparición espectral, y la música, en lugar de distraer mi insomnio, lo convirtió en un ritual lacerante.
Ella cantaba Back to Black, y cada estribillo —I died a hundred times— no era una metáfora, sino un acta de defunción escrita con tinta invisible. Mientras la escuchaba, pensé en mis veintisiete años, yo sin trabajo seguro, con mis dos hijos mayores que alimentar, con la pesadez vulgar de un hombre que sólo conocía la derrota callada. Ninguna eternidad me aguardaba, ningún escenario, ningún premio, sólo el cansancio cotidiano, y sin embargo, Amy, a esa misma edad, ya había arrancado su lugar en la memoria del mundo, ya había inscrito su nombre con un fulgor que a mí me era inconcebible. Y comprendí, que esa diferencia no era victoria suya ni derrota mía, sino el precio desmedido de existir de formas distintas, yo condenado a sobrevivir en la penumbra y ella condenada a consumirse en el resplandor.
La música se volvió tribunal, las líneas sobre la droga y el tabaco, sobre la pérdida y la repetición, se parecían a un diagnóstico que uno lee en voz alta para comprobar que la enfermedad existe. “You love blow and I love puff / And life is like a pipe / And I’m a tiny penny rolling up the walls inside.” La imagen del centavo rodando por las paredes de la pipa me dejó una sensación nauseabunda, ambos, la fama y la miseria, nos ponen a rodar por canales que terminan en lo mismo… la erosión del alma.
Sentado en la penumbra de la habitación de una de mis hijas, con el pequeño y potente parlante temblándome entre las manos como si sostuviera un órgano vital ajeno, escuché cómo la canción retornaba —esa insistencia de Volver al duelo / Back to Black— hasta convertir la repetición en rito. We only said goodbye with words. I died a hundred times. Cada estribillo reentraba como quien vuelve a un vicio conocido, no por necesidad, sino por una costumbre que ya no admite otra salida. La repetición cumplía la función de decretar lo inevitable, la letra no imploraba, constataba. Y yo, con la memoria de mis veintisiete años aun fresca en la mente, sentí que la diferencia entre nosotros se reducía a la factura, ella pagó la inmortalidad con su vida; yo pago la supervivencia con los años largos y oscuros de la obligación.
Cuando la canción alcanzó su último bucle en la tercera repetición —esa insistencia mortificante de “Volver al duelo / Back to Black” como un golpe que no cesa— sabía ya que el desenlace no sería consolador, apagué el parlante porque no quería seguir escuchando, aunque no pude evitar repetir en mi mente las palabras que ella había cantado.. “I go back to us; I go back to black”. El silencio que siguió fue peor que la canción, era la constatación de que la repetición había cumplido su obra. En ese silencio se hizo visible la aritmética, un nombre en la eternidad marcado con ceniza, y un padre anónimo que, por mucho que madrugue y por mucho que aguante, nunca conocerá el cáliz de la consagración; y sin embargo la paz pírrica que me ofrece el anonimato consiste, quizá, en que nadie me podrá devorar en público hasta dejarme hecho humo.
Lo que rasga y no me deja dormir no es sólo la compasión por su caída, sino la inversión horrenda de las categorías, ella fulgurante y muerta a los veintisiete; yo, vivo, viejo a golpes, con las manos rotas de cuidar y sin epitafio anunciado. Me pregunto en la madrugada si la inmortalidad fue para Amy una promesa o una trampa, si preferiría mi olvido a su fama, al final creo que la respuesta es insoportablemente igual, no existe alternativa limpia, la gloria devora el alma, el anonimato devora a la esperanza; la única diferencia es la visibilidad del desastre.
Al final, quedé con la voz dentro como una herida abierta que no cicatriza, y con la certeza abrumadora de que volver al duelo no fue sólo la letra de una canción sino la ley que rige muchas vidas, volver a lo que nos destruye, una y otra vez, hasta que la repetición completa su rito mortuorio. Permanecí en el cuarto de mi hija, sólo y con la impresión de que la historia de Amy no es una excepción trágica sino una advertencia, la eternidad puede pedirnos a cambio la cuenta en sangre. Y mientras camino por la casa vacía siendo las tres de la madrugada, mi alma escucha a lo lejos a mis hijos respirar, y me pregunto si en algún momento valdrá la pena dejar que la vida te inscriba en la memoria del mundo si el precio a pagar es que, para que otros te recuerden, tú tengas que dejar de existir.
La verdad queda ahí, fría como una moneda, unos mueren legendarios a los veintisiete; otros vivimos para verlos morir y aprendemos demasiado tarde, que la inmortalidad es a menudo un incendio que no se apaga. Y en esa lección no hay misericordia —solo el reflejo de nuestra propia fragilidad—, porque cuando las luces se apagan, la única pregunta que queda es si preferiríamos haber arrojado la luz por unos pocos instantes intensos o haber sobrevivido, con las manos vacías, hasta ver el amanecer de cada día; mientras, intento respirar en paz, y la repetición vuelve a alcanzarme como un martillo sin piedad… back to black.
