Amalia visitando a Andrea, Vico y mi Zamba
Ayer volví al Camposanto, nunca es igual, y sin embargo siempre es el mismo nudo en la garganta que se desata cuando uno atraviesa esas puertas altas, como si al cruzarlas dejáramos, por un instante, la lógica del mundo de los vivos para entrar a un territorio donde el tiempo es distinto, no se detiene, solo se vuelve blando, como el aire caliente antes de sentir emociones intensas.
Acompañaba a mi madre, visitaba a su hermana, a sus dos mamás —algún día escribiré de ellas—, a esas mujeres con las que compartió la infancia, su juventud, los secretos, los silencios. Había una fila de autos para entrar, como si estuviéramos esperando una función de teatro o el ingreso a una fiesta popular, fueron casi treinta minutos de espera, pero nadie tocaba el claxon, nadie se impacientaba, era un tráfico distinto, silencioso, paciente, casi resignado, como si todos supiéramos que lo que nos esperaba adentro no podía apresurarse, que el dolor —y la memoria— tienen su propio ritmo.
Era la víspera del Día de la Madre, y eso lo explicaba todo. El Camposanto estaba lleno no solo de gente, sino de emoción, cada paso era un homenaje, cada rostro era un recuerdo en carne viva.
Cuando por fin estacionamos y caminamos hacia la zona donde reposan los restos de mi familia, algo me descolocó, era como si el Camposanto hubiera mutado. Las familias estaban allí, sí, pero no llorando, estaban compartiendo. Algunas llevaban sombrillas, sillas, otras mantas, flores, comida, los celulares dejaban escuchar boleros o huaynos. Había globos, corazones, rosas de diversos colores que se movían con el viento, niños corriendo entre tumbas que no comprendían todavía, no era un camposanto, era un picnic con los muertos.
Y me pareció profundamente hermoso y conmovedor.
Vi a mi madre sentarse con calma al borde de la tumba de sus seres queridos, mirar con ternura y rabia, decirles algunas palabras en voz baja que no alcancé a oír —ni debía— y luego sonreír como quien se rinde al recuerdo sin pelear. Había una paz extraña en su rostro, una paz que solo llega cuando el amor se transforma en ausencia, y sin embargo insiste en quedarse.
El amor, pensé, no se mide en flores ni en lágrimas, se mide en la manera en que seguimos hablando con quien ya no está, en la forma en que preparamos la comida que les gustaba, en cómo los defendemos en las conversaciones, en la fidelidad con la que conservamos sus fotos, sus costumbres, sus errores incluso. Se ama también desde la tierra hacia arriba, con los ojos cerrados, con el corazón abierto como una herida que uno decide no curar del todo.
Vi ancianas acariciar lápidas como si fueran mejillas, vi hombres rudos limpiando cuidadosamente los bordes de una cruz de mármol, vi adolescentes colocando cartas junto a osos de peluche, y padres dejando juguetes nuevos frente a nombres diminutos. Vi amor, un amor que no busca reconocimiento, que no grita en redes sociales, que no presume, un amor que se siente, un amor que aguanta el sol, comparte un almuerzo y deja globos y rosas porque sí.
Nunca había sentido tanto alivio y paz en un lugar tan lleno de muerte.
Al salir, miré a mi madre y le tomé la mano, ella no dijo nada, solo me la apretó con fuerza. Y en ese gesto, entendí que su hermana y sus madres no se habían ido del todo, y que nosotros, algún día, también seremos parte de esa paz rara, esa fiesta silenciosa entre tumbas, donde los vivos siguen amando a los muertos como si pudieran verlos sonreír desde algún rincón del cielo.