Literatura

Berceuse

Yo debía estar en la academia, era la mañana, y el deber me pedía números, fórmulas, preparación para un examen de ingreso. Pero tenía dieciséis años, y a esa edad el deber pesa menos que los deseos, yo prefería la playa, una novela en las manos, el sonido del mar, la sensación de estar fuera del mundo.

Mi ruta hacia esos escapes era la avenida Larco, allí, entre cines y cafés, estaba esa tienda que parecía un templo, su nombre… La Discoteca, sus vitrinas exhibían vinilos y cassettes como tesoros inalcanzables para mi menguada economía. No era un lujo que pudiera darme, hace más de treinta años, la mensualidad que mi padre me entregaba para la academia era apenas suficiente, y sin embargo, aquella mañana decidí que la música valía más que cualquier clase.

Entré, el lugar me envolvió con su olor a carátulas nuevas y plástico de fundas, reuní valor y pedí:
—¿Me recomienda algo de música clásica… romántica?
Yo, un muchacho de dieciséis años, sentía que necesitaba precisamente eso, romanticismo.

El vendedor me entregó un cassette, me adentré en una de esas cabinas de prueba, cubículos forrados para aislar el ruido del mundo, y me puse unos audífonos enormes, pesados, que transmitían un sonido limpio, envolvente. Y entonces comenzó a sonar,

Berceuse

Me quedé sin aliento, no era la grandeza dramática de Beethoven, a quien mi maestro de piano César Pitta —hombre alto, de ojos claros y manos inmensas— me había enseñado a venerar en mi pubertad, no era ese universo de tormenta y poder. Berceuse era otra cosa, un arrullo, un susurro infinito, un movimiento tan delicado que parecía escrito solo para mí. Esa música me dejó en silencio, como si de pronto hubiera descubierto que la vida tenía otra dimensión.

No quería salir de la cabina, quería quedarme allí, atrapado entre esas notas que se repetían como un vaivén, como el mar que yo tanto buscaba en mis huidas. Cuando terminó, supe que algo en mí había cambiado, compré el cassette, aun a costa de la mensualidad destinada a mi futuro académico. Lo hice sin dudar.

Desde ese instante, mi mundo dejó de ser únicamente la lectura de novelas; ahora estaba habitado también por Chopin, Liszt, Schumann, Rachmaninov y otros grandes, la literatura y la música clásica se convirtieron en mis dos refugios, mis pasajes secretos para escapar del ruido del mundo.

Yo era un muchacho enamorador, enredado en aventuras que confundían deseo con afecto, y que hallaba en los libros y en la música un respiro frente a la locura de la adolescencia. Escuchar a Chopin fue descubrir que la vida también podía ser contemplativa, delicada, sutil, y que la sensibilidad no era una debilidad sino un refugio.

Mi padre escuchaba música clásica también, llenaba la casa con esas obras, intercaladas con la Sonora Matancera o el Trío Matamoros. Pero lo clásico, con sus misterios y honduras, fue lo que quedó en mí.

Desde entonces, la música clásica me ha acompañado sin descanso, me acompañó en mis años universitarios, entre apuntes y desvelos; me acompañó en mis trabajos fuera de Lima, en ciudades donde me sentía extranjero y solo; estuvo en mis noches de amanecida, cuando mis hijos eran pequeños y el cansancio se mezclaba con la ternura; en mis jornadas interminables de trabajo, en mis viajes, en mis silencios. Incluso ahora, mientras preparo mis clases de Mercados de Valores para mis estudiantes de Finanzas, escucho Berceuse y no puedo evitar dejar a un lado los números, las gráficas, los balances, para ponerme a escribir… porque hay melodías que se imponen a todo, incluso a la rutina del deber.

Es un gran contraste, lo sé. En un mundo en el que la mayoría prefiere la música inmediata, ruidosa, olvidable, yo sigo buscándole sentido a estos fragmentos de eternidad que nos dejaron los grandes maestros, a veces me siento un extraño en un mundo extraño. Y, sin embargo, la pasión por la música clásica me llevó a abrir un canal en TikTok, casi como un gesto de fe, y ahí descubrí que no estoy solo, hay miles que sienten lo mismo, que se conmueven con un nocturno, que se estremecen con un concierto, que valoran estas obras como yo. Esa comunidad invisible me recuerda que la sensibilidad no es una rareza, sino un puente.

Chopin, Liszt, Rachmaninov… son nombres, sí, pero también son presencias. Los que me han acompañado cuando el mundo me pesaba demasiado o cuando me sobraba alegría, mi refugio constante, mi secreto más fiel.

Si cierro los ojos, todavía puedo verme aquel muchacho de dieciséis años, en la playa, con un libro en las manos y Berceuse en los oídos. La vida me parecía entonces interminable, como la melodía que se repetía sin prisa. Hoy, con los años encima, descubro que esa música no solo me acompañó, me sostuvo, me formó, me dio un lugar donde descansar cuando el mundo parecía demasiado grande.

Y quizá por eso ahora, al escucharla de nuevo, siento que Chopin no escribió esa cuna para otro, la escribió para mí, para el adolescente que fui, para el adulto que soy, y para el hombre que algún día callará mientras la música sigue sonando.

Porque la vida pasa, pero Berceuse permanece.

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