Literatura

El precio de la eficiencia

A veces pienso que la vida laboral en la que me he sumergido es como una catedral a medio construir, desde fuera parece majestuosa, sólida, un lugar donde cualquiera querría permanecer, pero dentro no hay más que andamios, polvo y un ruido constante que no deja escuchar nada más. La universidad me prometía progreso, un horizonte claro, y lo que me ha entregado es una sucesión de días interminables donde el trabajo se multiplica como una sombra insaciable, jornadas que van mucho más allá de las que corresponden, porque hay que dejar bien el nombre, porque nos repiten que la eficiencia es virtud, aunque esa palabra… nos esté devorando la vida.

He visto cómo otros ascienden con una facilidad que no obedece del todo al mérito, sino a una cercanía invisible, y yo, con mis indicadores impecables, permanezco en la base de la pirámide, atendiendo reclamaciones que parecen no tener fin, preguntándome en silencio si acaso este es el destino al que debía llegar después de tantos años de estudio, de esfuerzo, de una carrera que en teoría debía abrir puertas y no cerrarlas, al menos de momento.

Recuerdo mi juventud, y el contraste me golpea como una bofetada, a los dieciséis o diecisiete años no soñaba con un escritorio saturado de reclamos ni con jornadas interminables bajo el peso de correos que nunca cesan. En mi mente, la vida era otra cosa, escribir, hacer música, conocer, descubrir la libertad en las páginas de los libros y en las notas de la música clásica que escuchaba frente al mar de Miraflores. Quería ser alguien capaz de vivir con la intensidad de un poema, no alguien atrapado en la repetición de un sistema que convierte a los hombres en piezas de repuesto.

Y sin embargo, estoy aquí, con títulos, posgrados, diplomas enmarcados que cuelgan como testigos mudos de lo que alguna vez quise ser y que ahora se asemejan más a certificados de resignación. He seguido el camino correcto, pero a veces me pregunto si ese camino era verdaderamente mío o solo el que otros me señalaron para mantenerme a salvo del hambre y del fracaso.

Hay, sin embargo, tres cosas que aún me mantienen en pie. La primera es la música, en las noches, cuando logro escapar, subo un video de música clásica a TikTok, dejo que Chopin, Liszt, Mozart o Schubert hablen por mí, y siento que allí todavía existe algo genuino, algo que ninguna burocracia puede arrebatarme. La segunda es la escritura, esa forma secreta de respirar entre líneas, de darle sentido a lo que parece no tenerlo. Y la tercera, quizá la más poderosa, son mis estudiantes.

Porque cuando entro al aula, incluso en medio de mi cansancio, sucede algo distinto, la docencia tiene un pulso que me devuelve a la vida, sus preguntas, sus miradas expectantes, la chispa que se enciende cuando comprenden algo, ese instante casi imperceptible en que dejan de ser indiferentes y comienzan a creer que pueden más. En esas horas me siento vivo, como si por fin lo que hago tuviera un propósito claro; en sus rostros encuentro la razón que a veces se me escapa en las largas jornadas administrativas. Con ellos, todo vale la pena, aunque sea por un momento.

Pero cuando la clase termina, regreso al otro mundo, el mundo de los tickets, las quejas y la palabra “eficiencia” repetida como un látigo. Ese mundo administrativo, que se suponía ordenado, me está consumiendo poco a poco. Allí no hay música, ni escritura, ni miradas de estudiantes agradecidos, solo indicadores, presiones y una sensación amarga de desgaste.

En medio de todo esto pienso en mis hijos. ¿Qué puedo enseñarles sobre la vida si yo mismo no la estoy viviendo cómo debería?, me miran optimista, pero cansado, muchas veces ausente, atrapado en obligaciones que no me definen, y me aterra que crean que eso es todo lo que la vida ofrece, sobrevivir a cambio de un salario, postergar los sueños hasta que se marchiten. A veces me duele esa contradicción más que el cansancio mismo.

Y entonces me acuerdo de mi padre, lo veo, serio pero humano, en una de nuestras tantas conversaciones, diciéndome sin titubeo: “Hijo, mientras te paguen y tengas trabajo, sigue trabajando por tus hijos.” Y sé que tendría razón, porque era un hombre forjado en la dureza, en la disciplina, en esa fe sencilla que lo mantenía erguido incluso cuando todo pesaba demasiado. Yo, en cambio, llevo conmigo la duda, la contradicción, el anhelo de otra vida.

Quizá por eso busco refugio en mis grietas de luz, porque si cedo por completo a la maquinaria, si abandono la música, la escritura, la docencia, no quedará nada de mí más allá de cifras cumplidas y horas entregadas. Y temo que, en ese instante, me convierta en un hombre que olvidó cómo vivir mientras aún respiraba.

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