U.I.G.V. 1995 – Contabilidad y Finanzas
El tiempo con su paso inclemente, arrastra consigo los rostros, las voces y las historias que alguna vez parecieron inquebrantables, a los diecisiete años, la vida era una explosión de certezas, estaba enamorado de Gabriela desde hace un par de años atrás, una pasión primigenia, tan intensa como inexperta, el tipo de amor que se cree eterno simplemente porque no conoce aún la erosión del tiempo, de esos amores jóvenes que terminan y vuelven a empezar a las semanas o meses.
A esa misma edad la universidad me abrió sus puertas con la promesa de un mundo vasto y desconocido, fue un año de primeras veces y de secretos que nadie me advirtió que se acumularían en la memoria. En aquellos momentos donde mi relación con Gabriela se rompía por largos periodos, me deslicé por encuentros fugaces, besos robados en corredores solitarios, promesas de madrugada que se desvanecieron con la luz del día. Dos señoritas fueron parte de esa transición, dos corazones que intentaron rozar el mío sin intención de quedarse, ni de ser más que un capítulo breve en mi historia, amores de paso, brisas ligeras que se disipaban antes de que pudieran ser tormentas.
Y entonces, estaba Elsa…
La conocí en el primer ciclo, en la última fila de un aula que aún no nos pertenecía, no había entre nosotros la carga del deseo ni la urgencia de la conquista, solo la camaradería sencilla de dos jóvenes que coincidían en un mismo espacio, compartimos risas despreocupadas, complicidad sin sombras, el alivio de encontrar en el otro un refugio en medio del caos universitario. Nos divertíamos bajando las escaleras como niños, ella lanzándose sobre mí en un juego improvisado que terminaba en carcajadas, me ayudaba con los libros en la biblioteca, sosteniéndolos mientras yo garabateaba apuntes que luego compartíamos entre galletas baratas. También padecimos juntos el hambre de la juventud, esos días en los que nuestra economía no nos permitía comprar un almuerzo y nos conformábamos con un pan y una gaseosa, compartiéndolos con la misma confianza con la que compartíamos nuestras penas y sueños.
Con el tiempo, nuestros caminos se separaron, y no sentí que fuera una despedida, porque en la universidad, las aulas cambian, los horarios se reconfiguran, pero las amistades verdaderas encuentran siempre la forma de persistir. Y así fue.
Volvimos a encontrarnos en algún punto del recorrido, esta vez con un lazo más fuerte, una amistad que ya no dependía del azar de las inscripciones, nos acompañábamos con la naturalidad de quienes han tejido un vínculo sin artificios, caminábamos por los pasadizos de aquella universidad hoy clausurada, conversando de todo y de nada, sin imaginar que el tiempo nos arrebataría esos momentos. Yo estaba con Gabriela, inmerso en el amor que entonces me parecía un destino definitivo, Elsa por su parte se convirtió en mi cómplice, mi apoyo, un testigo silencioso de mis días, y así, en una tarde cualquiera, cuando el mundo parecía estar en perfecto equilibrio, su voz quebró la armonía con palabras que no esperaba escuchar, “te amo”.
En su mirada había una mezcla de vulnerabilidad y coraje, como quien se lanza al abismo sin saber si habrá un suelo que amortigüe la caída, sentí un vértigo inesperado, no porque me disgustara la idea de ser amado, sino porque nunca había imaginado a Elsa en ese papel. No podía escuchar esas palabras sin sentir que algo, algo valioso, estaba a punto de romperse, y lo hizo.
La rechacé con la sinceridad de quien no quiere lastimar, pero con la torpeza inevitable de quien no sabe evitarlo. Le dije que no sentía lo mismo, que tenía ya un presente y un futuro, que nuestra amistad era lo único que podía ofrecerle, ella asintió, quizá entendió, pero no pudo quedarse. El amor no admite términos medios ni cómodos intermedios, se alejó, y con su partida, supe que había perdido algo irremplazable. Años después, cuando aún caminaba por los pasillos de la universidad, me sorprendía a mí mismo buscándola entre la multitud, esperando encontrar su figura familiar, su risa espontánea, su voz, pero nunca volvió.
La vida, en su irónica circularidad, me enseñó que nada es tan eterno como creemos a los diecisiete. Gabriela y yo tomamos caminos distintos, lo que alguna vez fue amor absoluto se transformó en historia, nos despedimos con el peso de los años compartidos, con la certeza de que algunas batallas no tienen vencedores y con cuatro hijos que, después de la tempestad vivida, nos llenan de alegrías.
Hoy, el hombre que soy mira con una mezcla de ternura y desconcierto al joven que fui, me pregunto si Elsa aún recuerda aquella tarde, si en algún rincón de su memoria quedé como el amigo que no pudo ser, si alguna vez se ha preguntado qué habría pasado si todo hubiera sido distinto.
La vida sigue siendo un constante ir y venir, las personas entran, salen, dejan huellas y algunas de ellas nos dejan cicatrices, y nosotros avanzamos con la esperanza de que en algún punto, encontremos un lugar donde todo cobre sentido.
Mi vida ahora es otra, los caminos que creí firmes se han desvanecido bajo mis pies, y nuevos senderos se han abierto ante mí, he aprendido que el tiempo es un arquitecto caprichoso, que derrumba certezas y edifica nuevas ilusiones sobre las ruinas de lo que creíamos eterno. Camino en una ruta distinta, con pasos vacilantes que llevan a la emoción de lo que aún está por descubrirse, me pregunto si acaso este nuevo rumbo tendrá el mismo destino, si la intensidad de este presente será algún día solo un ruido lejano, si alguna ausencia que hoy me parece impensable terminará convirtiéndose en otra historia inconclusa.
Tal vez, en algún rincón de este mundo, Elsa aún recuerde mi nombre, como yo hoy sin quererlo, la recordé.