Literatura

El verdadero castigo no es morir, es pasar la vida olvidando como vivir

Escrita desde las decepciones laborales

Hoy me vi en un sueño, pero no era yo mismo en la febril lucha diaria por mantenerme a flote, no era yo corriendo tras obligaciones, ni desgastándome en preocupaciones mezquinas, ni siquiera era yo evocando el recuerdo persistente—esa presencia lejana, esa herida que nunca se cierra del todo—, no, en este sueño yo ya había descendido a la tierra fría, había cruzado el velo con la resignación apacible de quien finalmente ha sido liberado de todas las exigencias. Y ahí estaba, muerto, ¿alivio? quizás, ¿desconcierto? también, pero lo más perturbador —y quizás lo más fascinante— fue ver la fecha exacta de mi muerte, grabada con una ironía elegante en un camposanto en Huachipa.

La fecha me miraba con desdén, y entonces me asaltó una pregunta inevitable, ¿qué harían las personas si supiesen cuándo será su último día con vida?, ¿se aferrarían a la desesperación o a la dicha?, ¿se redimirían con actos de amor o de egoísmo?, ¿buscarían perdón, placer, olvido?, ¿abrazarían más o se despedirían antes?, el saber lo cambia todo, porque al ponerle fecha a la eternidad, cada momento adquiere un peso insoportable.

En mi caso, trabajaría menos, por supuesto, dejaría de venerar esa religión moderna llamada productividad, ¿para qué?, ¿para pagar más facturas?, ¿para asegurar un futuro que, ahora lo sé, se reduce a una fecha inscrita en mármol?, ¿para que promuevan al amigo y a uno lo dejen relegado?, me reiría de esos correos electrónicos urgentes y de las reuniones interminables, sería quizá más sarcástico de lo que ya soy, porque nadie escribe en tu epitafio: «Aquí yace alguien que siempre estuvo al día con sus correos y presentaba los mejores indicadores».

Estaría más tiempo con mis hijos, sí, con todos ellos, dejaría de verlos como una extensión de mis responsabilidades y me encargaría de disfrutar la vida con ellos, pasear, conocer lugares juntos, conversar por largo espacio de tiempo, algo que, en esta carrera absurda hacia la nada, rara vez hago, comería más despacio, reiría más fuerte, dormiría sin culpa, y abrazaría, sí, abrazaría mucho más.

Viajaría, dejaría de aplazar esos destinos soñados para un mañana que —ya lo sé— tiene fecha de vencimiento, caminaría por calles desconocidas bajo la lluvia, perderme en ciudades ajenas, pasaría mis fines de semana en la playa, escuchando ese sonido inigualable de las olas, exploraría cada estrella en el cosmos —otra de mis aficiones— y aprendería de memoria los estudios para piano de Liszt y Chopin, respiraría otros aires como si no fuera a tener otra oportunidad, porque de hecho, no la tendré.

Y, claro, me gustaría que estuviese siempre a mi lado, pese a que la vida o yo mismo me encargué de separarnos, pese a que el tiempo hizo su trabajo de erosión, desgastando lo que alguna vez fue nuestro, porque en el fondo, siempre queda esa nostalgia testaruda, ese deseo sin remedio, pero la vida, como una maestra cruel, nos enseñó a renunciar y a dejar partir. ¿La buscaría?, no lo sé, quizás me contentaría con recordarla en silencio, con esa mezcla de ternura y amargura que solo los amores perdidos pueden dejar, o quizás sí, quizás pelearía por lo nuestro con la fuerza desesperada de quien sabe que no hay mañana.

Al despertar, el día arrancaba con su acostumbrada prisa, el mundo seguía girando con su indiferencia habitual, y mientras me sumergía en el ruido cotidiano, pensaba que hoy mismo debo seguir en la rutina de mis estudios doctorales, me pregunto por qué esperamos a estar al borde de la eternidad para querer vivir de verdad, tal vez, el verdadero castigo sea este, no el saber cuándo moriremos, sino el haber olvidado cómo vivir. En fin, ahora seguiré trabajando, hay correos urgentes por responder.