Llega un momento, al final del año contable, donde toda empresa —por pequeña, por caótica o por ambiciosa que haya sido— debe detenerse, Mirar atrás, reunir todo lo que fue y dejarlo escrito. Ese momento se llama cierre contable, y no es un simple trámite, es el acto en el que la empresa asume lo que ha sido.
El cierre contable no es automático, es un proceso metódico, estructurado, muchas veces complejo, pero esencial. Su propósito es uno, dejar en cero las cuentas que corresponden al ejercicio económico que termina, para que el nuevo año comience sin residuos, porque en contabilidad, como en la vida, lo no cerrado tiende a arrastrarse.
Este procedimiento implica cerrar todas las cuentas de resultados —ingresos, gastos, costos— que conforman el elemento 6 y el elemento 7 del Plan Contable General Empresarial, y esas cifras, al cerrarse, no desaparecen, se trasladan, van a desembocar en un lugar clave, a veces temido, a veces celebrado, el Elemento 8, donde habita la cuenta de resultados del ejercicio.
Allí, bajo el código como la 89 – Determinación del resultado del ejercicio, se realiza el movimiento decisivo, la diferencia entre ingresos y gastos se convierte en utilidad o pérdida, es decir, en la verdad, una verdad que se traduce en el incremento o la disminución patrimonial.
Este momento contable, frío en apariencia, es en realidad profundamente humano, porque detrás de cada cuenta cerrada hay decisiones tomadas, inversiones que funcionaron o no, ventas que crecieron, costos que se dispararon, errores que costaron, estrategias que rindieron frutos. El cierre revela no solo lo que la empresa hizo, sino cómo lo hizo.
Existen distintos métodos de cierre, dependiendo del sistema contable utilizado y del nivel de control interno. Algunos emplean ajustes automáticos mediante software ERP, otros lo hacen de forma manual, asiento por asiento. Lo importante no es la forma, sino la fidelidad con la que se respeten las reglas contables: que no queden saldos inconclusos, que las provisiones estén completas, que los devengos sean correctos, y que los ingresos no estén inflados ni los gastos escondidos.
Una mala práctica común —especialmente en empresas familiares o informales— es “dejar abiertas” algunas cuentas para mejorar artificialmente los resultados. Por ejemplo, no registrar un gasto importante en diciembre para mostrar más utilidad, o apurar una venta que en realidad ocurrió en enero para que figure como ingreso del año anterior. Esas decisiones, lejos de ayudar, distorsionan, y el resultado que debería orientar a socios, bancos o SUNAT, se convierte en una ilusión.
Por eso, el elemento 8 del PCGE no es un simple vertedero de cifras, es un espacio donde se depuran y consolidan los resultados, es donde el contador —ese notario de la verdad financiera— resume todo el año en un asiento final, un asiento que puede cambiar el rumbo de una empresa, decidir si reparte utilidades, si paga impuestos, si muestra pérdidas acumuladas o si se encamina a una reestructuración.
El cierre es más que técnica, es criterio, es orden, es disciplina, y es responsabilidad, porque solo quien cierra bien puede comenzar bien, y quien cierra mal, camina hacia adelante arrastrando errores que, tarde o temprano, terminarán por cobrarse.