Valentina
Cuando uno trabaja en una revista cultural, aprende rápido que la cultura es en el mejor de los casos, un chiste contado por gente que se cree demasiado importante para reírse, mi trabajo consistía en rechazar manuscritos con la precisión de un cirujano sin licencia, pero con el talento de un verdugo, descubrí que la clave del éxito era escribir cartas de rechazo tan diplomáticas que los autores se sintieran honrados de haber sido despreciados, era como darles una medalla por participar, pero en lugar de medallas, les entregaba migajas de su propia dignidad.
Fue en este oficio de ajusticiamiento literario que conocí a Valentina, era cristiana, pero no de las que rezan bajito y reparten estampitas, no, era del tipo que podía citar la Biblia y, minutos después soltar una sarta de lisuras si te lo merecías o no, mirándote fijamente con sus ojos claros, no fumaba ni bebía, pero su boca era un campo de batalla donde la fe y el más puro desenfado lingüístico peleaban a muerte.
—¿Quién carajos escribió esta porquería? —soltó una tarde, con el manuscrito de un poeta aficionado en la mano.
—Un alma en búsqueda de respuestas —respondí, con la solemnidad de quien observa un sacrificio ritual.
—Pues que busque mejor, porque esto es un atentado contra el puto lenguaje.
Así era Valentina, un enigma teológico con dicción de taberna, trabajaba como correctora de estilo, lo que en nuestra revista significaba intentar salvar la dignidad de textos que ya estaban condenados. A diferencia de mí, que disfrutaba destripar esperanzas con cinismo académico, ella tenía la absurda costumbre de intentar encontrar algo rescatable en cada página, era como si creyera que, en algún lugar entre las frases mal construidas y las metáforas forzadas, aún latía el alma de un escritor decente, yo por mi parte, solo veía cadáveres literarios.
Un día llegó un manuscrito particularmente atroz, la sinopsis prometía una «aventura metafísica entre la conciencia y el deseo», lo que, en la jerga de los escritores fallidos, significaba que el autor había leído demasiado a Hegel y muy poco sobre cómo escribir una maldita historia.
—Podríamos rechazarlo con tacto —sugirió Valentina, con esa mezcla de piedad cristiana y hartazgo terrenal.
—Podríamos dije, o podríamos decirle que su libro es un vómito pretencioso que haría llorar al mismo Cervantes en su tumba.
—Si quieres que la gente te odie, lo estás logrando.
—Solo busco la verdad.
—Bueno, la verdad es que este imbécil no tiene ni puta idea de lo que escribe, pero no se lo podemos decir así.
Y ahí estaba la magia de Valentina, podía destripar un texto con la brutalidad de un dictador, pero al final intentaba vendar la herida con una sonrisa y la absurda idea de que la humanidad todavía tenía salvación bajo sus propios conceptos cristianos, y la tenía, porque existían personas como ella.
Mientras yo veía el mundo como un escenario de fracasos repetitivos y aspiraciones ridículas, Valentina lo veía como una oportunidad infinita, no importaba cuánta basura literaria llegara a su escritorio ni cuántos idiotas disfrazados de genios intentaran venderle teorías infumables sobre la vida, ella aún creía que algo valía la pena, que alguien valía la pena.
Y lo peor de todo es que tenía razón, Valentina no iba a quedarse aquí por siempre, ella no era de los que se marchitan en escritorios oscuros redactando rechazos ajenos, yo en cambio, sí; me veo en diez años en la misma silla, con la misma bebida fría, viendo desfilar a nuevas generaciones de escritores con las mismas esperanzas marchitas, la mediocridad me atrapará como una niebla espesa, y yo la dejaré hacer su trabajo.
Puedo verla en su futuro, aunque ella aún no lo sepa, un día dirigirá algo grande, tendrá una oficina con ventanas enormes y estanterías llenas de libros que sí merecen ser leídos, su risa resonará en salas de reuniones donde se tomarán decisiones importantes, donde se hablará de ideas que valen la pena, puedo verla, y sé que no me verá a mí.
Y está bien, porque hay personas destinadas a brillar, y otras que simplemente observamos desde la sombra, con la satisfacción de haber presenciado, por un breve momento, su punto de partida, la víspera de su grandeza, y espero que un día no tan lejano, su nombre resuene como el mío jamás resonara.