Amalia visitando a Andrea, Vico y mi Zamba
Ayer volví al Camposanto, nunca es igual, y sin embargo siempre es el mismo nudo en la garganta que se desata cuando uno atraviesa esas puertas altas, como si al cruzarlas dejáramos, por un instante, la lógica del mundo de los vivos para entrar a un territorio donde el tiempo es distinto, no se detiene, solo se vuelve blando, como el aire caliente antes de sentir emociones intensas.
Acompañaba a mi madre, visitaba a su hermana, a sus dos mamás —algún día escribiré de ellas—, a esas mujeres con las que compartió la infancia, su juventud, los secretos, los silencios. Había una fila de autos para entrar, como si estuviéramos esperando una función de teatro o el ingreso a una fiesta popular, fueron casi treinta minutos de espera, pero nadie tocaba el claxon, nadie se impacientaba, era un tráfico distinto, silencioso, paciente, casi resignado, como si todos supiéramos que lo que nos esperaba adentro no podía apresurarse, que el dolor —y la memoria— tienen su propio ritmo.
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