Literatura

El amor en los tiempos de las flores marchitas

Amalia visitando a Andrea, Vico y mi Zamba

Ayer volví al Camposanto, nunca es igual, y sin embargo siempre es el mismo nudo en la garganta que se desata cuando uno atraviesa esas puertas altas, como si al cruzarlas dejáramos, por un instante, la lógica del mundo de los vivos para entrar a un territorio donde el tiempo es distinto, no se detiene, solo se vuelve blando, como el aire caliente antes de sentir emociones intensas.

Acompañaba a mi madre, visitaba a su hermana, a sus dos mamás —algún día escribiré de ellas—, a esas mujeres con las que compartió la infancia, su juventud, los secretos, los silencios. Había una fila de autos para entrar, como si estuviéramos esperando una función de teatro o el ingreso a una fiesta popular, fueron casi treinta minutos de espera, pero nadie tocaba el claxon, nadie se impacientaba, era un tráfico distinto, silencioso, paciente, casi resignado, como si todos supiéramos que lo que nos esperaba adentro no podía apresurarse, que el dolor —y la memoria— tienen su propio ritmo.

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Literatura

Berceuse

Yo debía estar en la academia, era la mañana, y el deber me pedía números, fórmulas, preparación para un examen de ingreso. Pero tenía dieciséis años, y a esa edad el deber pesa menos que los deseos, yo prefería la playa, una novela en las manos, el sonido del mar, la sensación de estar fuera del mundo.

Mi ruta hacia esos escapes era la avenida Larco, allí, entre cines y cafés, estaba esa tienda que parecía un templo, su nombre… La Discoteca, sus vitrinas exhibían vinilos y cassettes como tesoros inalcanzables para mi menguada economía. No era un lujo que pudiera darme, hace más de treinta años, la mensualidad que mi padre me entregaba para la academia era apenas suficiente, y sin embargo, aquella mañana decidí que la música valía más que cualquier clase.

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Literatura

Monedas para el alma, entre el silencio y la rendención

Cuando lo conocí, Yajazelham me pareció un hombre de esos cuya presencia irrumpe, una especie de frontera silenciosa entre uno y el resto del mundo, no era alto ni particularmente imponente, pero su figura tenía la dureza de los hombres que nacen con el peso del trabajo en sus huesos. Su piel morena, curtida por el sol y por años de sacrificio, sus bigotes espesos que no delineaban sonrisa alguna, parecían una máscara de desdén hacia el mundo, lo que más me inquietaba, sin embargo, era su mirada fija, casi calculadora, que no dejaba espacio para la duda, era el tipo de mirada que penetraba más allá de lo visible, como si todo lo que veía le perteneciera.

En ese entonces, yo tenía dos hijos y había cumplido treinta y tres años, una edad que marcaba la frontera entre la juventud y la madurez, el momento en el que las decisiones parecían definitivas y aun recoges ejemplos de otras personas. Yajazelham, en contraste, era un hombre de silencios profundos, de esos que prefieren callar antes que decir algo innecesario. Nacionalizado malasio, de raíces indias, su acento en inglés era peculiar, y a mis oídos sonaba como un eco lejano, una lengua que no me pertenecía pero que él usaba con la seguridad de quien sabe que el lenguaje es solo una herramienta para quienes lo entienden. El día que Philip me lo presentó como el responsable de las operaciones en la mina, jamás imaginé que con el tiempo se convertiría en un buen amigo, casi en un hermano mayor, en un refugio de soledad en un lugar lejano de nuestros hogares.

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El álbum invisible

Tales y Talita

Hay días en los que el silencio pesa más que el ruido del mundo, días en los que el tiempo no avanza, solo se queda ahí, detenido en los bordes de una escena que no necesita fotografía para ser eterna, mi hijo al piano, sus dedos firmes y sensibles tocando una pieza, mientras yo lo observo desde el fondo de la sala, sintiendo que algo dentro de mí se quiebra de ternura, o mi hija, cuando era pequeña, dibujando con una precisión que parecía heredada, como si de mí hubiese tomado no solo los gestos, sino también esa necesidad de traducir el mundo en líneas y formas.

Mis hijos mayores fueron mi primer amor real, no el romántico, ni el idealizado, sino el amor que transforma, que sacude, que te hace quedarte despierto cuando ya no hay fuerzas, el amor que te obliga a ser mejor aunque falles. Ellos, sin saberlo, me enseñaron a ser padre, y a veces, cuando la noche cae, me pregunto si alguna vez fui suficiente para ellos.

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Entre dos fronteras

A mi padre, días antes de su partida

La muerte, para muchos, es un visitante inesperado, un ladrón que irrumpe sin previo aviso, arrancando de raíz lo que parecía eterno, para mí no es eso, no la veo como una sombra que acecha ni como una tragedia que se cierne sobre el vivir, para mí la muerte es una certeza serena, una presencia constante que danza a la par del latido, inevitable como el amanecer, tan natural como el ocaso.

Sin embargo, hay momentos en los que su proximidad se siente diferente, más pesada, como si su aliento tibio rozara los días, mi padre, ese hombre que fue y sigue siendo mi norte, el cimiento sobre el que mi familia construyó su mundo, se encuentra en esa frágil línea entre este mundo y el otro, si es que existe realmente como nuestras creencias nos enseñaron. Saber que su partida es inevitable no es una epifanía ni un golpe repentino, es más bien una marea que se eleva lentamente, una ola que he aprendido a observar con el corazón dividido entre el pesar y la gratitud.

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El precio de la eficiencia

A veces pienso que la vida laboral en la que me he sumergido es como una catedral a medio construir, desde fuera parece majestuosa, sólida, un lugar donde cualquiera querría permanecer, pero dentro no hay más que andamios, polvo y un ruido constante que no deja escuchar nada más. La universidad me prometía progreso, un horizonte claro, y lo que me ha entregado es una sucesión de días interminables donde el trabajo se multiplica como una sombra insaciable, jornadas que van mucho más allá de las que corresponden, porque hay que dejar bien el nombre, porque nos repiten que la eficiencia es virtud, aunque esa palabra… nos esté devorando la vida.

He visto cómo otros ascienden con una facilidad que no obedece del todo al mérito, sino a una cercanía invisible, y yo, con mis indicadores impecables, permanezco en la base de la pirámide, atendiendo reclamaciones que parecen no tener fin, preguntándome en silencio si acaso este es el destino al que debía llegar después de tantos años de estudio, de esfuerzo, de una carrera que en teoría debía abrir puertas y no cerrarlas, al menos de momento.

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Literatura

Escuchar el mundo en silencio

Los recuerdos de mi juventud

Eran los años noventa, una época marcada por rituales tan extraños como necesarios, uno de ellos era esa costumbre casi universal de acudir a una academia para preparar el ingreso a la universidad. Mi padre, con esa mezcla de entusiasmo y autoridad que lo caracterizaba, no dudó en acompañarme, inscribiéndome en una de esas instituciones que prometían un futuro brillante, yo por mi parte, me dejé llevar por la novedad del entorno, recuerdo a los profesores, tenían un humor sencillo, casi entrañable, que hacía que el aprendizaje fuera menos pesado, había chicos que parecían más interesados en practicar el arte de la conquista que en resolver ecuaciones, y chicas que, quizá por curiosidad o por deseo, caían en los brazos de aquellos pequeños casanovas. Pero mi mundo, incluso entonces, era otro, lo mío no era perderme en ecuaciones, miradas furtivas, o la conquista a las jóvenes féminas, lo mío, lo sabía con la certeza de una pasión temprana, era la literatura.

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Literatura

El verdadero castigo no es morir, es pasar la vida olvidando como vivir

Escrita desde las decepciones laborales

Hoy me vi en un sueño, pero no era yo mismo en la febril lucha diaria por mantenerme a flote, no era yo corriendo tras obligaciones, ni desgastándome en preocupaciones mezquinas, ni siquiera era yo evocando el recuerdo persistente—esa presencia lejana, esa herida que nunca se cierra del todo—, no, en este sueño yo ya había descendido a la tierra fría, había cruzado el velo con la resignación apacible de quien finalmente ha sido liberado de todas las exigencias. Y ahí estaba, muerto, ¿alivio? quizás, ¿desconcierto? también, pero lo más perturbador —y quizás lo más fascinante— fue ver la fecha exacta de mi muerte, grabada con una ironía elegante en un camposanto en Huachipa.

La fecha me miraba con desdén, y entonces me asaltó una pregunta inevitable, ¿qué harían las personas si supiesen cuándo será su último día con vida?, ¿se aferrarían a la desesperación o a la dicha?, ¿se redimirían con actos de amor o de egoísmo?, ¿buscarían perdón, placer, olvido?, ¿abrazarían más o se despedirían antes?, el saber lo cambia todo, porque al ponerle fecha a la eternidad, cada momento adquiere un peso insoportable.

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Literatura

Franco

Era un día cualquiera del año 2019, uno de esos días que no prometen grandeza, pero terminan grabándose en la memoria por lo absurdamente cotidianos que resultan. Había ido a visitar a mi papá, y todo marchaba bien hasta que la llanta de la camioneta decidió rendirse. Ahí estaba, pinchada, desinflada, caída en el suelo como un boxeador sin aire, claro, contaba con una llanta de repuesto, pero la verdadera tragedia no era esa, el problema era el gato, ese artefacto mecánico que venía de regalo con la camioneta, un instrumento que, con su nombre engañosamente felino, prometía agilidad, pero entregaba puro sufrimiento.

Ya había lidiado con este artefacto antes en un par de ocasiones que preferiría borrar de mi memoria, sabía que esta vez no sería diferente, ahí estaba yo, parado junto a mi camioneta, contemplando y pensando que tal vez este momento era una metáfora perfecta de mi vida: herramientas insuficientes para resolver problemas inevitables, mientras intentaba descifrar cómo sacar algo útil de ese trozo de metal infame, escuché la voz de Franco: «¡Vecino!»…

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Literatura

Entre el rechazo y la fe

Valentina

Cuando uno trabaja en una revista cultural, aprende rápido que la cultura es en el mejor de los casos, un chiste contado por gente que se cree demasiado importante para reírse, mi trabajo consistía en rechazar manuscritos con la precisión de un cirujano sin licencia, pero con el talento de un verdugo, descubrí que la clave del éxito era escribir cartas de rechazo tan diplomáticas que los autores se sintieran honrados de haber sido despreciados, era como darles una medalla por participar, pero en lugar de medallas, les entregaba migajas de su propia dignidad.

Fue en este oficio de ajusticiamiento literario que conocí a Valentina, era cristiana, pero no de las que rezan bajito y reparten estampitas, no, era del tipo que podía citar la Biblia y, minutos después soltar una sarta de lisuras si te lo merecías o no, mirándote fijamente con sus ojos claros, no fumaba ni bebía, pero su boca era un campo de batalla donde la fe y el más puro desenfado lingüístico peleaban a muerte.

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